Por Jesús Pérez Uruñuela
Cuenta la leyenda que el supremo dios Onorúame, síntesis y contenido del radiante padre Sol Rayénari y de la blanca e inmaculada madre Luna Metzaka, hizo que los violentos caudales de agua y lodo ahondaran las cañadas de las grandes cadenas montañosas y formaran los profundos abismos con elevados acantilados de inmensas rocas que simulaban fantásticas formas antropomórficas y zoomorfas.
Así, aquellas dos fuerzas “macho y hembra” contenidas en una sola deidad, expandió la acción creadora sobre la Tierra para luego concebir al hombre, quien fue llamado rarámuri (tarahumara en su expresión hispanizada) “el de los pies ligeros”, quien quedó como dueño y señor de aquella zona serrana.
A los hombres, el gran dios los hizo con rostros alargados y enjutos, con negros ojos y nariz recta. Sus cuerpos esbeltos fueron esculpidos con dura musculatura para resistir la carrera en largas distancias. Llevaban un taparrabo fijado al talle y hacia atrás una larga tela triangular que cubría una camisa no ajustada a la cintura. Y a fin de que permanentemente los rarámuri estuvieran conscientes que también eran producto de la trascendental dualidad divina, los varones llevaban ceñida en la frente -como señal de ello- un triángulo largo de tela enrollada (kowera) cuyos dos colgantes extremos significaban, por un lado al padre Sol y por el otro a la diosa madre Luna: ambos, las dos fuerzas “macho y hembra” de la naturaleza fundidas en la concepción dual del altísimo Onorúame.
La deidad suprema cubrió las llanuras tarahumaras con majestuosos pinos, encinos y álamos y esos espesos bosques los pobló con osos negros, pumas, nutrias, venados cola blanca, lobos y demás seres. Asimismo, hizo que en el cielo volaran variadas aves y en los manantiales y ríos abundaran los reptiles y los peces. Además, la deidad creadora instruyó a los tarahumaras para que viesen al árbol como la sacra fuente de leña para el fuego y de madera para construir sus instrumentos musicales con qué alegrar sus festividades. También se le inculcó el respeto sobre las demás formas de vida que le proporcionaban alimento.
Con relación a sus semejantes, los musculosos y esbeltos habitantes de las cañadas, estaban convencidos que la veneración al ser humano tenía mayor valor que el amor a las cosas materiales. La sociabilidad y la solidaridad comunitaria constituía la base de su armonía y pacífica convivencia. También, todo era de todos; no existía la propiedad privada.
“El hombre de pies ligeros” tenía el edén para llevar una vida plena.
Un atardecer, cuando el Sol se ocultaba y surgía radiante la Luna, los tarahumaras estaban reunidos alrededor de una fogata. Una cierva se aproximó y al tiempo que ella realizaba rítmicos movimientos (como si danzase), con dulce y cortes voz les habló:
-Los saludo con el suavidad que lo haría el gorjeo de la paloma del campo para desearles bienestar y felicidad –dijo y añadió: -Los dioses Rayénari y Metzaka me han encargado que les comunique que a partir de hoy, cuando menos una vez al año, deberán danzar, cantar, evocarlos y honrarlos hasta el amanecer para que todos los rarámuris sean agraciados con salud y prosperidad los días venideros.
Luego agregó:
-Recuerden que ustedes como hijos de los dioses que son, provienen de la Tierra y del Universo y también del maíz: alimento sagrado que les permitirá la comunicación directa con sus padres creadores para que les perdonen sus culpas.
Y sin más, desapareció en las profundas cañadas.
De inmediato, unas mujeres indígenas vestidas con falda ampona sostenida con un refajo de lana (pukara) y blusa suelta y con la cabeza cubierta con una pañoleta, fueron a sus cabañas y de ahí sacaron el maíz molido que habían fermentado días antes (al que llamaron tesgüino) y lo repartieron en jícaras entre los y las presentes, quienes lo bebieron. En tanto, otras mujeres rarámuri de baja estatura, con ovalados rostros, cuyos sesgados ojos competían en negrura con sus lacias y pesadas cabelleras, también estaban reunidas alrededor de la hoguera. De repente -en forma espontánea- se hincaron con la frente pegada al suelo y entonaron a coro los cánticos que luego habrían de llamarse “el yumari”
Voces, sonidos de flautas, de sonajas y de tambores retumbaron en los elevados acantilados y en las amplias llanuras; y al ritmo musical, hombres y mujeres, varones y hembras con armoniosos pasos (al danzar) imitaban las contorciones de la venada que momentos antes les había llevado un mensaje de los dioses y dibujaban en el suelo con sus descalzos pies figuras del Sol, de la Luna y de las estrellas.
Ya avanzada la noche, la trascendental esencia del maíz, por medio del espirituoso tesgüino, se apoderó de la mente de los danzantes para que se imaginaran que el cielo se había estampado en el terreno o que flotaban en el espacio sideral entre los astros, no alrededor de la hoguera, sino del Sol y de la Luna.
Así, con frenetismo, los embriagados participantes alternaban los retorcimientos corporales y brincos con la bebida del sagrado líquido emanado del maíz.
Como una forma sui generis de orar y pedir perdón a los entes divinos, bebían y bailaban, y lo hacían con tal vehemencia que la alucinada imaginación indígena retrocedió hasta el tiempo en que la Tierra se convulsionaba en su etapa formativa: cuando las ardientes magnas emergían a la superficie y poco a poco daban la configuración orográfica definitiva, la que después se enfrió.
Luego por las mentes de los extasiados danzarines, pasaron imágenes de grupos humanos que, provenientes de las frías e inclementes zonas del norte, se trasladaban por la costa del inmenso océano en busca de lugares sureños con climas más propicios para establecerse. Al llegar aquel conglomerado humano a las áreas regadas por once ríos (Sinaloa), los tarahumaras acompañados de pequeños grupos de varohios, pimas y tepehuanes, guiados por el padre Sol, que entonces se asomaba tras el horizonte, dirigieron sus pasos hacia el oriente. Allá, construyeron casas de adobe dentro de cuevas y después se establecieron en las grandes planicies cercanas a la Barranca que recorre el río Urique.
Los albores del nuevo amanecer hicieron que los enajenados rarámuri, se percataran que las vivencias anteriores habían sido ficticias y que, reunidos en torno a una fogata, no habían dejado de danzar y libar el embriagante tesgüino. La febril danza y los ensordecedores cánticos concluyeron cuando el astro rey volvió a dorar con sus rayos las cimas de las montañas y tanto los hombres como las mujeres se desplomaron exhaustos y fueron cautivos de un profundo sueño en el cual vieron al dios Onorúame repá betéame (el padre y madre que vive arriba) quien les dijo:
-Esta noche me han honrado al danzar como el venado y al embriagar sus espíritus con la esencia del maíz, el que representa la sagrada tierra de donde proviene el moreno tinte de la piel y el alma noble de ustedes. Con su evocadora festividad, han fortalecido mi predominio en las alturas y mi superioridad sobre “reré betéame” (el que vive abajo) En recompensa, sus acciones culposas serán expiadas y tendrán salud y abundante alimento.
Luego que los rarámuri despertaron, por muchos amaneceres y por muchos plenilunios comieron hasta hartarse “tonari” (cocido de carne de animales silvestres con tubérculos y calabazas, aderezado con olorosas yerbas), pinole, atole, tamales y gorditas elaborados con maíz.
Al paso de los siglos, las cañadas cambiaban su verde color por el blanco brillante de la nieve invernal. Según fuera una u otra temporada estacional, los rarámuris (la gente, los hombres, los hijos de dios, los tarahumaras) abandonaban las frías cañadas para vivir en las cálidas mesetas y después, cuando el clima cambiara, regresar a las altas montañas.
Pero sucedió un día que, procedentes del sur, llegó un pequeño grupo de personas con raros atavíos de gruesa tela color marrón, quienes por ser de piel clara y tener el rostro cubierto de rubia barba, fueron llamados “chavochis” (hombres blancos con telarañas en el rostro). De la boca del que se ostentaba como líder de aquellos extraños personajes, salían mesuradas y piadosas palabras, a la vez incomprensibles. Él, al mostrar la cruz de madera que asía con una mano, con la otra señalaba hacia el cielo.
Algunos nativos murmuraban sorprendidos: -¿Acaso esos maderos cruzados significan los cuatro rumbos del mundo? Otros, comentaban: –¿Por qué se postran de hinojos ante esa cruz los “chavochis” recién llegados?.
Sin embargo, pese al establecimiento de templos y a la intensa e insistente realización de campañas evangelizadoras, los jesuitas y los misioneros de otras órdenes religiosas que llegaron a las barrancas y mesetas rarámuri no lograron implantar entre la población nativa el cristianismo de acuerdo a sus más puros principios doctrinarios, porque el aborigen quiso conservar los valores culturales y espirituales que sus abuelos les habían heredado y sólo estuvo de acuerdo en aceptar aquello que consideró adaptable a su misticismo y surgió así el sincretismo católico-pagano de la sierra tarahumara.
La no aceptación plena de las ideas religiosas arribadas, así como el manifiesto e indomable orgullo indígena y la llegada de otros “chavochis” que se dedicaron a robar y engañar; así como a la invasión y despojo de tierras y a la destructiva explotación del bosque, en la cual obligaban al nativo a trabajar con mínima remuneración y pésimas condiciones laborables, obligó al tarahumara a rehuir y refugiarse en las lejanas cuevas de la montaña, en donde pensaron encontrar seguridad y protección contra tantas actitudes contrapuestas a sus ancestrales éticas costumbres y a sus profundos valores morales.
En verdad que al ser humano se le tienen negados los paraísos terrenales. Cuando llegan a existir, el mismo hombre con saña y crueldad los aniquila.
¿Por qué seres de tal grandeza espiritual tuvieron que ser víctimas de la “acción civilizadora europea medieval”? Sucedió que aquellos “hombres blancos con telarañas en el rostro (y en el cerebro) destruyeron lo que obstaculizaba el logro de sus mezquinos y egoístas propósitos, que en esencia eran explotar exhaustivamente las vetas de minerales preciosos y los recursos forestales sin importarles la conservación del entorno ecológico. El indígena era solamente fuerza de trabajo, un elemento productivo más; pero, para su óptimo aprovechamiento, se requería minimizar su autoestima por medio de hambre, de enfermedades, de vicios y relegación social.
En la actualidad, la tecnología, la “globalización”, los derechos humanos y la corrupción, son temas cada día analizados con amplitud por la televisión, la radio y la prensa. También el maltrato y muerte de focas, de ballenas y de delfines (por su considerable difusión) ha generado tanta consternación mundial que se han establecido organismos y leyes internacionales para su protección. En cambio, el proceso paulatino e incesante de marginación, de explotación, de degradación y de exterminio del indígena rarámuri y de los de otras regiones de México, que hoy es vigente como en el pasado, solo es comentado con espectacularidad circunstancial cuando es noticia y no se le da el análisis serio que conduzca a las medidas integrales de desarrollo que –en el plazo necesario- superen de una vez por todas las condiciones adversas que padecen esos sectores mexicanos de población.
Cuenta la leyenda que el supremo dios Onorúame, síntesis y contenido del radiante padre Sol Rayénari y de la blanca e inmaculada madre Luna Metzaka, hizo que los violentos caudales de agua y lodo ahondaran las cañadas de las grandes cadenas montañosas y formaran los profundos abismos con elevados acantilados de inmensas rocas que simulaban fantásticas formas antropomórficas y zoomorfas.
Así, aquellas dos fuerzas “macho y hembra” contenidas en una sola deidad, expandió la acción creadora sobre la Tierra para luego concebir al hombre, quien fue llamado rarámuri (tarahumara en su expresión hispanizada) “el de los pies ligeros”, quien quedó como dueño y señor de aquella zona serrana.
A los hombres, el gran dios los hizo con rostros alargados y enjutos, con negros ojos y nariz recta. Sus cuerpos esbeltos fueron esculpidos con dura musculatura para resistir la carrera en largas distancias. Llevaban un taparrabo fijado al talle y hacia atrás una larga tela triangular que cubría una camisa no ajustada a la cintura. Y a fin de que permanentemente los rarámuri estuvieran conscientes que también eran producto de la trascendental dualidad divina, los varones llevaban ceñida en la frente -como señal de ello- un triángulo largo de tela enrollada (kowera) cuyos dos colgantes extremos significaban, por un lado al padre Sol y por el otro a la diosa madre Luna: ambos, las dos fuerzas “macho y hembra” de la naturaleza fundidas en la concepción dual del altísimo Onorúame.
La deidad suprema cubrió las llanuras tarahumaras con majestuosos pinos, encinos y álamos y esos espesos bosques los pobló con osos negros, pumas, nutrias, venados cola blanca, lobos y demás seres. Asimismo, hizo que en el cielo volaran variadas aves y en los manantiales y ríos abundaran los reptiles y los peces. Además, la deidad creadora instruyó a los tarahumaras para que viesen al árbol como la sacra fuente de leña para el fuego y de madera para construir sus instrumentos musicales con qué alegrar sus festividades. También se le inculcó el respeto sobre las demás formas de vida que le proporcionaban alimento.
Con relación a sus semejantes, los musculosos y esbeltos habitantes de las cañadas, estaban convencidos que la veneración al ser humano tenía mayor valor que el amor a las cosas materiales. La sociabilidad y la solidaridad comunitaria constituía la base de su armonía y pacífica convivencia. También, todo era de todos; no existía la propiedad privada.
“El hombre de pies ligeros” tenía el edén para llevar una vida plena.
Un atardecer, cuando el Sol se ocultaba y surgía radiante la Luna, los tarahumaras estaban reunidos alrededor de una fogata. Una cierva se aproximó y al tiempo que ella realizaba rítmicos movimientos (como si danzase), con dulce y cortes voz les habló:
-Los saludo con el suavidad que lo haría el gorjeo de la paloma del campo para desearles bienestar y felicidad –dijo y añadió: -Los dioses Rayénari y Metzaka me han encargado que les comunique que a partir de hoy, cuando menos una vez al año, deberán danzar, cantar, evocarlos y honrarlos hasta el amanecer para que todos los rarámuris sean agraciados con salud y prosperidad los días venideros.
Luego agregó:
-Recuerden que ustedes como hijos de los dioses que son, provienen de la Tierra y del Universo y también del maíz: alimento sagrado que les permitirá la comunicación directa con sus padres creadores para que les perdonen sus culpas.
Y sin más, desapareció en las profundas cañadas.
De inmediato, unas mujeres indígenas vestidas con falda ampona sostenida con un refajo de lana (pukara) y blusa suelta y con la cabeza cubierta con una pañoleta, fueron a sus cabañas y de ahí sacaron el maíz molido que habían fermentado días antes (al que llamaron tesgüino) y lo repartieron en jícaras entre los y las presentes, quienes lo bebieron. En tanto, otras mujeres rarámuri de baja estatura, con ovalados rostros, cuyos sesgados ojos competían en negrura con sus lacias y pesadas cabelleras, también estaban reunidas alrededor de la hoguera. De repente -en forma espontánea- se hincaron con la frente pegada al suelo y entonaron a coro los cánticos que luego habrían de llamarse “el yumari”
Voces, sonidos de flautas, de sonajas y de tambores retumbaron en los elevados acantilados y en las amplias llanuras; y al ritmo musical, hombres y mujeres, varones y hembras con armoniosos pasos (al danzar) imitaban las contorciones de la venada que momentos antes les había llevado un mensaje de los dioses y dibujaban en el suelo con sus descalzos pies figuras del Sol, de la Luna y de las estrellas.
Ya avanzada la noche, la trascendental esencia del maíz, por medio del espirituoso tesgüino, se apoderó de la mente de los danzantes para que se imaginaran que el cielo se había estampado en el terreno o que flotaban en el espacio sideral entre los astros, no alrededor de la hoguera, sino del Sol y de la Luna.
Así, con frenetismo, los embriagados participantes alternaban los retorcimientos corporales y brincos con la bebida del sagrado líquido emanado del maíz.
Como una forma sui generis de orar y pedir perdón a los entes divinos, bebían y bailaban, y lo hacían con tal vehemencia que la alucinada imaginación indígena retrocedió hasta el tiempo en que la Tierra se convulsionaba en su etapa formativa: cuando las ardientes magnas emergían a la superficie y poco a poco daban la configuración orográfica definitiva, la que después se enfrió.
Luego por las mentes de los extasiados danzarines, pasaron imágenes de grupos humanos que, provenientes de las frías e inclementes zonas del norte, se trasladaban por la costa del inmenso océano en busca de lugares sureños con climas más propicios para establecerse. Al llegar aquel conglomerado humano a las áreas regadas por once ríos (Sinaloa), los tarahumaras acompañados de pequeños grupos de varohios, pimas y tepehuanes, guiados por el padre Sol, que entonces se asomaba tras el horizonte, dirigieron sus pasos hacia el oriente. Allá, construyeron casas de adobe dentro de cuevas y después se establecieron en las grandes planicies cercanas a la Barranca que recorre el río Urique.
Los albores del nuevo amanecer hicieron que los enajenados rarámuri, se percataran que las vivencias anteriores habían sido ficticias y que, reunidos en torno a una fogata, no habían dejado de danzar y libar el embriagante tesgüino. La febril danza y los ensordecedores cánticos concluyeron cuando el astro rey volvió a dorar con sus rayos las cimas de las montañas y tanto los hombres como las mujeres se desplomaron exhaustos y fueron cautivos de un profundo sueño en el cual vieron al dios Onorúame repá betéame (el padre y madre que vive arriba) quien les dijo:
-Esta noche me han honrado al danzar como el venado y al embriagar sus espíritus con la esencia del maíz, el que representa la sagrada tierra de donde proviene el moreno tinte de la piel y el alma noble de ustedes. Con su evocadora festividad, han fortalecido mi predominio en las alturas y mi superioridad sobre “reré betéame” (el que vive abajo) En recompensa, sus acciones culposas serán expiadas y tendrán salud y abundante alimento.
Luego que los rarámuri despertaron, por muchos amaneceres y por muchos plenilunios comieron hasta hartarse “tonari” (cocido de carne de animales silvestres con tubérculos y calabazas, aderezado con olorosas yerbas), pinole, atole, tamales y gorditas elaborados con maíz.
Al paso de los siglos, las cañadas cambiaban su verde color por el blanco brillante de la nieve invernal. Según fuera una u otra temporada estacional, los rarámuris (la gente, los hombres, los hijos de dios, los tarahumaras) abandonaban las frías cañadas para vivir en las cálidas mesetas y después, cuando el clima cambiara, regresar a las altas montañas.
Pero sucedió un día que, procedentes del sur, llegó un pequeño grupo de personas con raros atavíos de gruesa tela color marrón, quienes por ser de piel clara y tener el rostro cubierto de rubia barba, fueron llamados “chavochis” (hombres blancos con telarañas en el rostro). De la boca del que se ostentaba como líder de aquellos extraños personajes, salían mesuradas y piadosas palabras, a la vez incomprensibles. Él, al mostrar la cruz de madera que asía con una mano, con la otra señalaba hacia el cielo.
Algunos nativos murmuraban sorprendidos: -¿Acaso esos maderos cruzados significan los cuatro rumbos del mundo? Otros, comentaban: –¿Por qué se postran de hinojos ante esa cruz los “chavochis” recién llegados?.
Sin embargo, pese al establecimiento de templos y a la intensa e insistente realización de campañas evangelizadoras, los jesuitas y los misioneros de otras órdenes religiosas que llegaron a las barrancas y mesetas rarámuri no lograron implantar entre la población nativa el cristianismo de acuerdo a sus más puros principios doctrinarios, porque el aborigen quiso conservar los valores culturales y espirituales que sus abuelos les habían heredado y sólo estuvo de acuerdo en aceptar aquello que consideró adaptable a su misticismo y surgió así el sincretismo católico-pagano de la sierra tarahumara.
La no aceptación plena de las ideas religiosas arribadas, así como el manifiesto e indomable orgullo indígena y la llegada de otros “chavochis” que se dedicaron a robar y engañar; así como a la invasión y despojo de tierras y a la destructiva explotación del bosque, en la cual obligaban al nativo a trabajar con mínima remuneración y pésimas condiciones laborables, obligó al tarahumara a rehuir y refugiarse en las lejanas cuevas de la montaña, en donde pensaron encontrar seguridad y protección contra tantas actitudes contrapuestas a sus ancestrales éticas costumbres y a sus profundos valores morales.
En verdad que al ser humano se le tienen negados los paraísos terrenales. Cuando llegan a existir, el mismo hombre con saña y crueldad los aniquila.
¿Por qué seres de tal grandeza espiritual tuvieron que ser víctimas de la “acción civilizadora europea medieval”? Sucedió que aquellos “hombres blancos con telarañas en el rostro (y en el cerebro) destruyeron lo que obstaculizaba el logro de sus mezquinos y egoístas propósitos, que en esencia eran explotar exhaustivamente las vetas de minerales preciosos y los recursos forestales sin importarles la conservación del entorno ecológico. El indígena era solamente fuerza de trabajo, un elemento productivo más; pero, para su óptimo aprovechamiento, se requería minimizar su autoestima por medio de hambre, de enfermedades, de vicios y relegación social.
En la actualidad, la tecnología, la “globalización”, los derechos humanos y la corrupción, son temas cada día analizados con amplitud por la televisión, la radio y la prensa. También el maltrato y muerte de focas, de ballenas y de delfines (por su considerable difusión) ha generado tanta consternación mundial que se han establecido organismos y leyes internacionales para su protección. En cambio, el proceso paulatino e incesante de marginación, de explotación, de degradación y de exterminio del indígena rarámuri y de los de otras regiones de México, que hoy es vigente como en el pasado, solo es comentado con espectacularidad circunstancial cuando es noticia y no se le da el análisis serio que conduzca a las medidas integrales de desarrollo que –en el plazo necesario- superen de una vez por todas las condiciones adversas que padecen esos sectores mexicanos de población.
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