¿Por qué el mexicano vive con la zozobra que el futuro lo amenaza con el fin del mundo?
Por Jesús Pérez Uruñuela
EN EL AÑO CE-ACATL, uno-caña, penúltimo de la vida del emperador Moctezuma Ilhuicamina, las siete estrellas de la constelación de las Pléyades (Tianquiztli), también llamadas cabrillas, llegaron al centro del firmamento. En el preciso instante en que aquel conjunto de luceros pasaron el meridiano, el Sumo Sacerdote azteca llamado Cozcatl, hizo girar con insistencia en forma de molinillo el palo barrenador sobre el tronco de madera (mamahuazti) hasta obtener fuego, con el cual encendió las ramas y la madera del gran bracero de piedra del altar que estaba en lo alto de la pirámide.
Luego, el mismo sacerdote Cozcatl pasó lumbre al copal de un incensario (tlemaitl) y lo levantó. Salieron gruesas volutas de humo, las que ofreció a los cuatro rumbos, al tiempo que con potente voz imploraba:
-“¡Oh poderosos dioses de los cuatro rumbos del mundo, permitid que a partir de este momento exista armonía en el Universo, para que en los cincuenta y dos años (xiuhli) venideros haya vida y prosperidad para nuestro pueblo. . .!
-“¡Quetzalcóatl, Ce-Acatl (Uno Caña), Señor del Oriente, del país del color rojo con que se tiñe el firmamento cuando cada amanecer llega la primera luz a la Tierra, consentid que así sea cada día para que nuestros campos tengan verdor y fertilidad. . .!
-“¡Mictlantecuhtli, gran dios Uno Pedernal (Ce-Tecpatl), Señor del Norte, fría región negra de los muertos, te veneramos por reinar el lugar a donde nuestras almas irán a librarse de la inmundicia material de su cuerpo y a descansar descarnados en la eternidad. . .!
-“¡Mixcóatl, “Serpiente de Nubes”, dios Ce-Calli (Uno Casa), el de la blanca residencia del rumbo poniente, os suplicamos haced placentera y reconfortante la estadía de nuestro Sol Tonatiuh, cuando al atardecer llegue a vuestros dominios a descansar, acompañado desde el cenit, de los espíritus de las valerosas mujeres que perecieron durante el alumbramiento. . .!
-“¡Macuilxóchitl, “Cinco Flor”, deidad de la música y dios del azul rumbo Ce-Tochtli (Uno-Conejo), contagiadnos de vuestra alegre esencia, para que el pueblo azteca tenga felicidad hasta que volvamos a encender el nuevo fuego sagrado y prosigamos con un glorioso y firme futuro y no con la imprecisión e incertidumbre con que el conejo Tochtli brinca sin que se sepa hacia dónde se dirige...”
Cozcatl bajó el incensario y lo colocó sobre el altar. Luego, se sentó en cuclillas.
Con ese ritual se aseguraba la existencia de la constelación de Las Pléyades y que continuara la vida en el reino de Anáhuac.
Tras el gran bracero encendido, había representaciones en piedra de las deidades más importantes del panteón azteca..
El Sumo Sacerdote, antiguo maestro del Calmécatl, era un hombre de firme templanza y profunda vocación religiosa. En la trascendental ceremonia, vestía taparrabo (maxtlatl) que se prolongaba sobre las caderas y hasta los muslos como una especie de delantal triangular, manto (tilmatli) de color verde muy oscuro, bordado con grecas y calzaba sandalias (cactli) con suelas de cuero de venado. Su morena piel la había cubierto con pintura negra, amarilla y roja, lo cual le concedía un aspecto terrible.
Los sacerdotes auxiliares, tenían el cuerpo pintado de diversos colores: la cara de algunos de ellos era mitad roja y mitad negra; otros, combinaban esos colores con el amarillo y el gris. Todos llevaban los lóbulos de las orejas perforados con trozos de hueso como ornato. Manifestaban huellas de punciones con espinas de maguey en las extremidades, muestra del auto-sacrificio realizado previamente.
Todos habían sido alumnos (momachtique) del Calmécatl, en donde, además de aprender los conocimientos y las tradiciones antiguas (machiliztli), sirvieron en el Templo, ayudaron en los trabajos del campo y participaron en la guerra como escuderos de los caballeros tigres y de los caballeros águilas.
En aquel Instituto se exigía castidad y abstinencia alcohólica a los internos.
Una vez que concluía la educación de los jóvenes novicios, los más sobresalientes eran asignados como ayudantes (cuacuilli), en las grandes ceremonias y en los sacrificios humanos. A partir de entonces, pasarían a pertenecer a la privilegiada elite integrada por funcionarios civiles, clérigos y militares y todo su tiempo deberían dedicarlo a las actividades religiosas: su vida personal no importaba, el servicio de los dioses era prioritario de día y de noche. La mínima violación a sus obligaciones clericales, los harían merecedor de los peores castigos.
Bajo la oscura bóveda celeste copada de miles de centelleantes estrellas, se desarrolló la ceremonia del fuego nuevo en lo alto de la pirámide, durante la cual, los nobles, caciques y plebeyos del pueblo se mantuvieron atentos y absortos
Toda la noche, los adoradores de Macuilxóchitl-Xochipili dios de la música, tocaron los tambores de madera huehuetl y teponaztli. Otros, al ritmo de cascabeles y sonajas elaboradas con calabazas secas rellenas de semillas (ajacaxtli), entonaron versos a Huehuecóyotl, "Reverendo Coyote" dios del canto.
En el valle repercutieron los cánticos, al ritmo de las repetitivas y monótonas melodías de los instrumentos de viento y de percusión.
Más tarde, el Sumo Sacerdote Cozcatl ordenó a uno de sus auxiliares, hiciera sonar varias veces el caracol marino para comunicar que el ritual del fuego nuevo había concluido y que se había honrado debidamente a los dioses. Después de lo cual, los sacerdotes asistentes pudieron romper el ayuno a que los obligaba el rígido ceremonial y procedieron a comer tamales de camarones de agua dulce (ocociles), así como ranas (axolotl), renacuajos (atepocatl), gusanos blancos (ocuiliztac) y pequeños mamíferos que ellos habían capturado en los diez días anteriores.
Y de inmediato, corredores especiales -también auxiliares del Sumo Sacerdote- bajaron de la gran pirámide con antorchas para encender los pebeteros de los templos mayores de Tenochtitlan y de Tlaltelolco, así como de los templos menores de los poblados y aldeas cercanas.
Al paso de las antorchas, la gente tomaba lumbre de las teas y precipitadamente entraban en sus casas para reavivar el hogar. Otros, salían de sus escondites con los rostros cubiertos con máscaras de pencas de maguey: eran temerosas mujeres embarazadas, ancianos y pequeños niños, custodiados por hombres armados con macanas (macuáhuitl) y escudos (chimalli) para defenderse, en el supuesto caso que los espíritus malignos cihuateteo-tzizimime los atacasen, si por cualquier circunstancia el sagrado brasero de la pirámide no se hubiese encendido.
Un año antes de la ceremonia que daría inicio a un nuevo ciclo de cincuenta y dos años, los habitantes del valle, almacenaron víveres para sobrevivir los días aciagos que pudieran venir si el Sol no saliese al concluir el referido período, porque no se hubiese renovado el fuego. Previo al gran rito nocturno, en todos los jacales y casas se apagó el fogón y en una terrible zozobra esperaron.
Con el fuego nuevo, la zona lacustre se llenó de luces y el grueso de los habitantes de la ciudad y de pueblos cercanos, con eufóricas exclamaciones y alegres cánticos, salieron de sus casas para reunirse en una explanada sin importar categoría o rasgos distintivos de cada persona. Posteriormente, alrededor de los músicos se formó un gran círculo integrado por los nobles. Atrás de ellos, en la misma forma, se colocó el resto de la población.
Durante la noche, los asistentes a la festiva reunión, cantaron y giraron en alocado vaivén durante largo tiempo:
¡Entonemos cantos embriagantes
con flores de anhelos,
con banderas de plumas de quetzal,
junto a los tambores,
al teponaztle y al atabal.!
Dancemos y que el baile sea
en lo efímero de nuestra existencia:
¡muerte al hastío!
¡Daos gusto,
pues la carne se marchita. . .!
¿Acaso iremos al lugar del eterno frío;
o adonde está
quien vive en la omnipotencia
y hace que todo exista...?
Al concluir la solemne ceremonia los sacerdotes auxiliares bajaron de la pirámide. El Sumo Sacerdote no descendió. Seguía hincado, absorto en la importancia que tuvo el haber realizado el rito que esa noche “supuestamente” había concluido... porque debía permanecer arriba de la pirámide hasta que el nuevo Sol saliese...
El valle estaba en silencio suavemente aromatizado por el olor de ocote (ocotl) y copal (copalli) quemados.
En el silencio nocturno, el chisporroteo del bracero del altar sobre la pirámide, lanzaba destellos de luz que iluminaban las copas de los cercanos árboles que se mecían con la suave brisa.
En esa penumbra, aparecieron las enigmáticas y demoníacas cihuateteo-tzizimime, las que en sus atropellado vuelos alrededor de lo alto de la pirámide esquivaban el fuego nuevo.
Esos demoníacos seres, por sus descarnadas bocas mostraban sus afilados dientes y lenguas cubiertas de sangre. Un blanco faldón adornado con motivos rojos cubría las osamentas de los cuerpos. De entre sus huesudas piernas salía la cabeza y los cróalos de una serpiente que amenazante movía la bífida lengüeta...
Aquellos terribles seres de la noche, que prestos estuvieron para cumplir su función de exterminio de los humanos, en el caso de que no se hubiera prendido la nueva flama, en lugar de manos y pies, tenían potentes garras de águila, con las cuales apresaban y desgarraban a sus víctimas, de las que llevaban como trofeo colgado al cuello, un collar de aún sangrantes corazones. Sus cabezas estaban adornadas con una diadema formada con los mismos elementos del collar, rematada con una serie de pequeñas banderas de papel metl.
Con agilidad, Cozcatl, el celoso sacerdote se puso de pie y tomó el incensario aún encendido. Al tiempo que lo alzó en dirección de aquellas horrorosas apariciones, les profirió agresivas palabras:
-¡Idos, idos al mundo de las tinieblas, donde pertenecéis...! ¡Yo os conjuro que abandonéis el mundo de los vivos!
Una de las tzizimimes con chillona voz amenazó:
-¡Nos iremos, pero sabed que dentro de cincuenta y dos años (¡1519...!), después de la futura noche del fuego nuevo, nada impedirá que participemos en los patéticos acontecimientos que habrá de padecer vuestro amado pueblo azteca...!
Y los monstruosos fantasmas desaparecieron del cielo de Anáhuac.
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