Primer lugar del concurso “cuento corto Juegos Florales 2001”
H. Ayuntamiento de Cuernavaca.
Por Jesús Pérez Uruñuela
EN UN CALUROSO MEDIO DÍA cuernavacense, el taxi iba en ascenso por la empinada pendiente de la calle Ávila Camacho de la colonia Tlaltenango.
Antes, ese automóvil había pasado por lugares en donde numerosas casas y edificios estaban amontonados en los cerros; varias cañadas -causes naturales de arroyos- habían sido convertidas en lujosas zonas residenciales y en otros parajes cubiertos de añosa floresta, pesada maquinaria derribaba árboles para abrir espacios en los cuales se construirían magnos centros comerciales (malls), que tendrían en su interior tiendas, salas cinematográficas y varios tipos de negocios.
¡Continuaba la sustitución de las áreas verdes por el concreto!
Adentro del blanco taxi, viajaba el joven matrimonio integrado por Julián y su embarazada esposa María Luisa, quien desasosegada no cesaba de quejarse por los constantes y cada vez más frecuentes dolores previos al parto.
En la parte alta de la calle, el taxi se detuvo. Había un cerrado congestionamiento vehicular que le impidió atravesar la avenida Álvaro Obregón: coches, autobuses urbanos y foráneos, cuyos impacientes conductores por su frustrada intención de dirigirse al centro de la ciudad, con insistencia hacían sonar los molestos claxons.
-¿Ahora que sucede...? –preguntó el chofer del taxi al oficial motociclista que poco podía hacer para controlar aquel exasperante caos vial.
-¡Manifestaciones...! respondió con enfado el agente de tránsito y especificó: -una es de “ruteros”, quienes solicitan aumento de tarifas; otra, de estudiantes que protestan por ese pretendido aumento y la tercera efectuada por miembros de la llamada “Sociedad Civil”, con el propósito de “manifestarse en contra de las manifestaciones...”
Al enterarse el “agente motociclista” que en el taxi iba una nerviosa parturienta a “punto de dar a luz”, después de una serie de maniobras, logró abrir un hueco por donde pasara. El coche siguió su trayecto y más adelante, se estacionó frente al centro hospitalario de maternidad. Ahí, María Luisa fue recibida y de inmediato enviada al quirófano...
-De acuerdo a lo planeado -expuso el ginecólogo a Julián- haré cesárea con bloqueo raquianestésico, pero, como ella está sumamente nerviosa, le aplicaremos un sedante para calmarla.
En tanto que la futura madre aspiraba el gas tranquilizador, empezó a sentir desfallecimiento. Las voces del médico y enfermeras fueron cada vez menos audibles hasta que sobrevino el silencio y la oscuridad...
Durante el sueño, de repente se vio cubierta por una intensa luz y escuchó una lejana voz que en varias ocasiones la llamaba: -“¡Maria Luisa, Maria Luisa..!.”
Entre aquel resplandor se materializó una persona. Pese a su extraño aspecto y desusada vestimenta, no le causó recelo alguno.
Era un anciano de baja estatura, ataviado con una blanca túnica anudada al hombro y calzaba sandalias fijadas a los tobillos con delgadas tiras de cuero. Tenía arrugado rostro, pintado de rojo y amarillo y la barbilla color negro. Con sus oblicuos ojos la miraba y al sonreírle mostraba la escasa dentadura.
-Veo que no me temes –dijo el viejo- Soy “el Señor del Tiempo”, quien en la antigüedad nombraban dios Huehuetéotl. Estoy aquí, en atención a tu reclamo de mi presencia para que te explique qué depara el porvenir a la ciudad de Cuernavaca, en donde habrás de habitar con tu esposo y los hijos que desean tener.
-¡Ven conmigo, recorreremos el pasado y el futuro...! –dijo la vieja deidad y al tomar de la mano a Maria Luisa, ella sintió que flotaba impulsada por el viento...”
Desde la altura, observó el Jardín Juárez de Cuernavaca, circundado en un costado por el Palacio de Gobierno y viejas casonas. En el centro de esa plaza, también conocida como el “Zócalo”, un grupo de muchachos caminaba en sentido contrario al seguido por alegres y sonrientes jovencitas, alrededor de un kiosco metálico, sobre el cual una banda de viento ejecutaba música variada. Debajo de los frondosos laureles, sentados en las bancas, los padres de los incansables pretendientes y pretendidas, saboreaban las “escamochas”, “eskimos”, jugos y helados comprados en los bajos del referido kiosco.
El “Señor del Tiempo” comentó:
-Años atrás, ese era el ambiente en este tradicional jardín; sin embargo, la constante inmigración, ha hecho crecer en forma inusitada la población citadina; además, el numeroso turismo ha provocado que sea otro tipo de personas quienes acuden a esa parte de la ciudad. De continuar el crecimiento de la gente, el número de vehículos, la invasión de las barrancas y la descarga en ellas de drenajes y basura, se elevará la contaminación ambiental a tal grado que el entorno ecológico y clima de la región se afectarán drásticamente, situación que ya empieza a observarse...
-¡Cómo es posible, si todo aquí es buen clima, flores y lugares maravillosos...! –interpeló sorprendida María Luisa.
-Eso es tan cierto –ratificó el anciano- que los pueblos náhuas de la antigüedad llamaban a Cuernavaca: Cuauhnáhuac, o sea, “lugar entre los árboles”. Después, fue denominada “la ciudad de la eterna primavera”. Pero mucho de eso se ha perdido. Déjame que te explique qué ha pasado:
-Los guayabos, abundaban, sobre todo al occidente de la ciudad en importante tramo del pueblo de San Antón. –dijo la deidad- Esos árboles frutales, compartían el terreno con los cafetos: arbustos de alargados ramajes de lustroso verde follaje adornados con blancas flores que luego habrían de convertirse en apretujados racimos de pequeños frutos color rojo oscuro (como las cerezas) y que fueron traídos a México a principios del siglo XIX. Y en ese mismo “San Antón”, también había plátanos para proteger del sol a los cafetos y obviamente para aprovechar sus frutos. Ahora, aquellas huertas, son sólo un recuerdo escrito en viejos y escasamente consultados libros.
-Mis padres –interrumpió María Luisa- mencionaban que por esa misma región poniente, estaban también los enormes árboles de grueso tronco productores del zapote prieto y otros de mameyes.
-Así era, pero ya no...-afirmó el viejo.
Efectivamente, Huehuetéotl, el vetusto Señor del Tiempo tenía razón: el entorno de Cuernavaca, mucho ha cambiado. Por ejemplo, al sur de la ciudad, años atrás se observaban amplias cazahueteras que se prolongaban por la carretera a Acapulco. En el otoño, los cazahuates se cubrían del blanqui-amarillento color de sus flores en forma de trompetitas. Hoy, son escasos esos nobles árboles de mediano tamaño y recios ramajes.
A Cuernavaca también llegaron del extranjero árboles frutales como los mangos y los ciruelos; estos, de vigorosos troncos que sostenían el verde copioso follaje, manchado del rojo intenso de sus frutos de deleitoso jugo. Hasta existió una huerta de palmas de dátiles en lo que fue el convento, atrás de la Catedral y que luego desapareció para dar lugar al llamado Parque Revolución. Asimismo, con semillas del exterior proliferaron las huertas de cítricos como la naranja, la lima, el limón y la toronja.
Por lo anterior, Cuernavaca, era una gran huerta y un jardín de exóticas flores nativas e importadas de otros países como rosas, claveles, bugambilias...
Así, se ratificaba que la ciudad pertenecía al mítico Tamoanchán terrenal, “el lugar del sol, a donde llegar” o “donde buscamos nuestra morada” que Bernandino de Sahagún refiere en su “Historia General de las cosas de la Nueva España”.
-¿Porqué el entorno ambiental y climático ha cambiado? –cuestionó otra vez María Luisa al Señor del Tiempo.
-Vayamos al lugar en donde daré respuesta a tu pregunta –propuso Huehuetéotl y juntos se trasladaron a lo más alto del firmamento, donde estaba un enorme valle, al fondo del cual, las policromáticas tonalidades de las floridas planicies, laderas y montañas, hermosamente contrastaban con el azul claro del cielo.
-¡Este es el mítico y sublime Tamoanchan celestial! -expresó con emoción Huehuetéotl - Aquí nos formamos los dioses del mundo antiguo y es “la casa del descenso” a la Tierra de todo lo creado: los hombres, las flores, el maíz…
-La belleza que contemplas acá arriba, es la misma que los dioses supremos y duales del Omeyocan han dado a la Tierra de los hombres, pero ellos no han sabido conservarla –comentó la deidad a María Luisa, quien estaba atónita de ver tanto esplendor. Y el viejo dios del Tiempo agregó a sus agrios comentarios:
-El ser humano da más importancia al establecimiento de industrias, de vías de comunicación y sobre todo a los centros urbanos que habita; y en el logro de ese propósito, contamina el ambiente, las aguas y llena de basura y veneno los campos y las barrancas... ¡No está consciente que la destrucción de la naturaleza se revertirá contra él con mayor severidad!
Cuernavaca, no es la excepción de esos dramáticos casos…
-¿Acaso insinúas que un negro futuro puede suscitarse en la región de la antigua Cuauhnáhuac...? -Cuestionó preocupada María Luisa.
-Es posible. Sin embargo, si el hombre se propone, podrá evitar esa desgracia... pero deberá modificar su actitud –afirmó el anciano y señaló hacia el valle:
-Observa hacia allá, donde aquellos niños están entre la feraz vegetación... Ellos cuidan con celo el jardín del divino y celestial Tamoanchán. Mira con cuánta devoción halagan las flores, mientras las mariposas, los colibríes y demás aves felices revolotean sobre sus cabezas…
Esos niños son entes espirituales que aman entrañablemente la naturaleza y quienes un día habrán de bajar a la Tierra para posarse en el vientre de mujeres embarazadas... .
Y finalmente, Huehuetéotl exclamó con vehemente voz:
-¡Dichosas serán las mujeres que den a luz a esas criaturas, pero más venturoso será el lugar en donde eso sucediese, porque ahí habrá llegado la simiente de una nueva humanidad que hará renacer Tamoanchan en la Tierra!
María Luisa, aturdida por lo escuchado, se acercó a donde estaban aquellos pequeñitos. Una morena niña de oscuro pelo lacio la observaba fijamente. Le atrajo de ella la tierna mirada de sus negros ojos. Al inclinarse para verla de cerca, le llamó la atención que en uno de sus hombros, la infante tenía un lunar en forma de flor. Y sin más la besó tiernamente en la mejilla. La niña le correspondió con una graciosa sonrisa sin dejar de tocar la flauta que sostenía entre sus manos.
En ese instante María Luisa volvió a sentir el desfallecimiento que tuvo en el quirófano al inicio de la operación de cesárea. Las imágenes del dios Huehuetéotl y de los niños, así como del florido paisaje del celestial Tamoanchán poco a poco se desvanecieron y sobrevino de nuevo la oscuridad y el silencio.
O O O
En un cuarto del centro hospitalario María Luisa volvía en sí, en tanto el médico que la había operado, comentaba a Julián el recién estrenado padre:
-El parto fue un éxito y su esposa pronto se recuperará... ¡Los felicito! –dijo y salió al tiempo que entraba una enfermera con la criatura recién nacida, que colocó a un lado de su madre, quien emocionada preguntó: -¿Cómo está...? ¿Qué fue...?
-¡Saludable morenita de negros ojos! ¡Hermosa mujercita... igual a ti! –Respondió entusiasmado Julián.
María Luisa, destapó la mantilla que cubría la bebecita y procedió a revisar cuidadosamente cada una de sus extremidades. Luego, mimó con terneza la pequeña cabecita cubierta de oscuro cabello lacio y al acariciarle el pecho, detectó que en uno de sus hombro tenía un lunar en forma de flor...
Ante el asombro de Julián por no entender qué acontecía, su esposa alternaba risa, llanto y besos en la tersa mejilla de su hija. Sabía que junto a ella estaba la simiente de una nueva humanidad que haría renacer Tamoanchán sobre la Tierra, tal y como lo había soñado.
Después de aquel día, miles de mariposas empezaron a bajar del cielo a polinizar las flores de Cuernavaca…
jueves, 30 de octubre de 2008
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