jueves, 2 de octubre de 2008

LAS HOGUERAS DE YANHUITLÁN

Por Jesús Pérez Uruñuela.
Los nebulosos parajes de la zona Mixteca Nuñuma del antiguo Oaxaca, representaban un sepulcral escenario: las ciudades de Yanhuitlan y Tollan habían sido saqueadas e incendiadas; sus habitantes masacrados y los campos aledaños estaban regados de cuerpos inertes de guerreros mixtecos. Ese era el saldo, consecuencia de un artero ataque por sorpresa, de los poderosos ejércitos pertenecientes a la Triple Alianza Tenochtitlan-Texcoco-Tlacopan del Valle de Anáhuac.
Aquella demoledora acción militar fue ordenada por el Gran Tlatoani Moctezuma II, como respuesta punitiva por el maltrato y vejación que algunos pobladores de esa región sureña dieron a un grupo de mercaderes (pochtecas) mexicas.
Por la noche, la amplia llanura del valle de Tepozcolula-Yanhuitlan, se iluminó con hogueras, las cuales indicaban los lugares en donde se efectuaban las ceremonias de incineración de los caídos en la desigual lucha.
En un paraje, como en muchos otros del valle, cuatro fogatas permanecían encendidas, ubicadas en los vértices de un enorme cuadrilátero imaginario. Cada una de ellas representaba uno de los rumbos del cosmos. Así, adentro de aquel gran cuadrilátero, se delimitaba el espacio que correspondía al mundo donde los vivos realizarían la quema de los cuerpos de los mixtecos valientemente fallecidos en la batalla. Afuera del cuadrado, el inframundo abría las puertas para recibir los espíritus de los difuntos calcinados, que tendrían que viajar a través de la oscuridad, hasta llegar al mictlan, el lugar de los muertos, en donde “reina el total olvido de todo lo pasado y se pierde la esperanza de salir de él”.
Los mixtecos sobrevivientes y partícipes en la ceremonia, se habían distribuido alrededor de varios montículos de leña, cada uno de ellos próximos a un cadáver ataviado con su vestuario de combate.
En tanto unos guerreros colocaban el cuerpo sobre los secos ramajes, un sacerdote les prendía fuego y otro sacrificaba una codorniz. (Figura 1)
Así, el espíritu se liberaba de las impurezas de la materia corpórea, las que mezcladas con las lengüetas de la hoguera eran esparcidas en el espacio por el viento.
Después de un tiempo, sólo quedaron cenizas y algunos huesos: exigua constancia de la materia humana que todavía permanecía en la Tierra. (Figura 2)
Una vez concluida la cremación, se recogieron en un recipiente de barro calaveras, tibias y otros huesos no calcinados, los cuales fueron guardaros adentro de un fardo mortuorio en forma de momia humana, a la cual se le colocó una máscara de piedra simple. A otros se agregaron máscaras con incrustaciones de turquesas, por la categoría que en vida tuvo el muerto. El bulto funerario también fue cubierto con un manto de algodón, junto al cual se colocaron vasijas con cacao y pulque para que el espíritu las llevase en el viaje al lugar de descanso.
Cuando los guerreros mixtecas se retiraron, llevaron consigo los bultos mortuorios con los huesos no destruidos por el fuego para que fuesen conservados en una cripta provisional durante cuatro años (tiempo en que se estimaba que el alma tardaría en llegar al Mictlan) Una vez cumplido ese plazo, en otra ceremonia luctuosa, esos restos serían incinerados por segunda vez, con el correspondiente sacrificio de otras codornices. (FIGURA 3)
Al siguiente día, antes del amanecer, el humo y la niebla cubría el terreno y los bravos guerreros sureños iniciaban los preparativos para repeler la invasión azteca, texcocana y tlacopana con una enorme sublevación en la que participarían los pueblos de Tlaxiaco, Icpatepec, Nopalla, Yucañe, Yanhuitlan, Texupa y Malinaltepec.
Vientos de muerte y destrucción soplaron en Goaxaca; tiempos en que las banderas del dios Huizilopochtli agregaron a sus colores azul y blanco el rojo de la sangre de los orgullosos guerreros mixtecas.
Finalmente, llegó el sometimiento de los sublevados oaxaqueños para convertirlos en definitiva en un pueblo tributario de la Gran Tenochtitlan.
Esto sucedió cuando transcurría la segunda decena del siglo XVI.
O O O
A finales del siglo XX, un automóvil transitaba por una carretera de la Alta Mixteca oaxaqueña, en el cual viajaban dos ingenieros de la Comisión Federal de Electricidad (CFE).
Atardecía cuando el vehículo se detuvo frente a unos sembradíos de maíz y las dos personas descendieron. Quien fungía de chofer, procedió a revisar el estado de los neumáticos y el otro atestiguaba si habría reparación. Este cuestionó:
-¿Por qué tantas hogueras en el valle?
-Han de ser los campesinos de esta región, quienes concluyen la “roza-tumba-quema” de los montes para iniciar la siembra –opinó el ingeniero que agachado inspeccionaba la válvula de una llanta delantera.
-Eso no me parece la quema de los montes –replicó el otro- más bien pienso que sean algo así como campamentos de los lugareños...
Quien examinaba los neumáticos, sin atender los comentarios de su compañero de viaje, nuevamente se sentó frente al volante y ordenó:
-¡Ey tú...! ¡Súbete que ya llevamos bastante retraso para llegar al siguiente poblado...!
El ingeniero que permanecía afuera, al trepar al coche comentó a su colega:
-Me resultó extraño ver tantas fogatas agrupadas de cuatro en cuatro... Además, el fuerte olor a carne quemada que de repente me trajo el viento y los dolientes lamentos que escuché como lejanos murmullos, hicieron que se “me enchinara” la piel...
El coche arrancó mientras las tinieblas de la noche caían sobre la amplia llanura del valle Tepozcolula-Yanhutitlan, la cual continuó iluminada con hogueras.
Al llegar los viajeros al siguiente pueblo, un anciano les explicó (no sin provocar burlonas risas entre los jóvenes presentes) que aquellas misteriosas llamaradas no eran reales y que en determinados atardeceres aparecían en los lugares en donde se efectuaron las ceremonias de incineración de los mixtecos masacrados por los guerreros nahuas pertenecientes a la Triple Alianza de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopa, antes de la llegada de los españoles.

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