jueves, 30 de octubre de 2008

¿Por qué no “Día Nacional de la Mujer” el 22 de diciembre?



Por Jesús Pérez Uruñuela

Acteal, Chiapas, a 22 de diciembre de 1997.



Mujer indígena, te llaman “ants” para distinguirte de la “señora ladina”: mestiza que habla el “castilla” (castellano).
Cuando presurosa caminas, tu menudo cuerpo flota sobre el suelo y tu azabache melena se mece mientras llevas a cuestas en tu espalda al pequeño niño karem. Sin agrandar ni perder la distancia, vas detrás de tu gallardo y orgulloso winkilaltik de blanca camisa, de corto calzón y sombrero con multicolores listones: tu hombre de San pedro Chenalhó.
Pequeña mujercita, al detenerte y sentir la fría mirada de tu esposo, ¿por qué escondes con el gris mantón la luminosa negrura de tus ojos y el resplandor de tu rostro color barro, piel morena de tu raza tzotzil, si eres tan bella?
¡Ay Mercedes…! Meche de Acteal, de los inclemente Altos chiapanecos. ¿A quién le importaban tus rubores, tus achaques y dolores del alma?
Aquel diciembre de 1997, fuiste a San Cristóbal a padecer una angustiosa prolongada espera en el hospital público; a soportar el mal trato de las enfermeras y a que pasados dos días te dijera el doctorcito que tenías un “colapso uterino”. Te preguntaste con fingida inocencia -¿y eso qué es?, pero bien sabías que se habían “vaciado tus entrañas”. Sin embargo, no pudieron operarte porque no estaba quien te debería aplicar la anestesia, porque no disponían de sangre para la transfusión, ni de jeringas, ni de alcohol. . . y tuviste que regresar a Acteal . “taponiada de allá abajo”
Mujer indígena, de antigua y muy lejana dignidad; heredera por derecho de la realeza de los pueblos prehispánicos, pero desposeída de tal excelencia principesca por “el blanco”, por el mestizo e inclusive por los de tu misma raza.
Pocas como tú Mercedes habían subsistido a la muerte materna provocada por los embates de la silenciosa y desapercibida -por muchos- política de exterminio de las dependencias gubernamentales de salud, pues ellas recomendaban el uso indiscriminado de “oxitóxicos” para la estimulación de la esterilidad uterina: eficiente medio para la aniquilación y discapacidad generativa de la mujer.
“¡Debe matarse la semilla!” rezaba la consigna de los enemigos del pueblo indígena, o hacer improductiva la simiente. Por eso, había abundancia de anticonceptivos, pero escasez de antibióticos, analgésicos y otros medicamentos de gran importancia curativa
Cuando el 22 de diciembre, (tú, Meche) regresaste de San Cristóbal a Acteal , tu hija Micaela de once años cuidaba a sus tres pequeños hermanitos. A ella le preguntaste dónde estaba su papá a sabiendas que él se ocultaba en lo alto de la montaña para evitar que los “guardias blancas” y “paramilitares” lo llevaran a la fuerza para “matar zapatistas”.
Ese día, cuando la gente oraba en la ermita de la alta montaña, se escucharon los primeros balazos; tú Mercedes, a pesar de la debilidad provocada por hemorragias uterinas, acarreaste tus tres chilpayates y con angustiada voz ordenaste: -¡Anda Micaela, “guyámonos” al monte. . . ¡
Ustedes cinco corrieron hasta ocultarse entre la maleza, en tanto, indígenas vestidos de negro y uniformados, enajenados disparaban armas de alto calibre a cuantas personas se atravesaban a su paso.
El llanto de tus niños pusieron en alerta a los invasores, quienes sin dilación dispararon hacia ustedes. Las balas se impactaron en tu espalda Mercedes y en la de tus tres hijos a quienes abrazabas. Al sentirte herida de muerte intencionalmente te arrojaste sobre Micaela para cubrirla y que durante breves instantes desapareciera a la vista de los deshumanos cazadores. Y así fue, que luego ella pudo alejarse hasta la orilla de una cañada y quedar a salvo, desde donde observó cómo los atacantes violaban y cometían otros indescriptibles actos vandálicos con los cadáveres de las mujeres.
Antes que oscureciera, llegaron a Acteal “las fuerzas de la seguridad pública”. Micaela fue llevada con otros sobrevivientes a un salón y posteriormente entregada a una casa vecina para su cuidado y manutención.
Se cuenta que la casi niña Micaela, así como otras de su edad y mujeres maduras sobrevivientes, habían perdido la razón, porque sólo emitían monosílabos y lloraban cuando escuchaban el ruido de los helicópteros que con frecuencia sobrevolaban el cielo de los Altos chiapanecos.
¡Muerte a las mujeres de Acteal!
¿Para qué eliminar a Mercedes, a María, a Marcela, a Verónica, a Pablina, a Roselina y a muchas, muchas más? ¿Sería debido a que llevaban en su interior el claustro materno que las convertía en hembras, madres, troquel y molde de un nuevo indígena rebelde, inconforme, aspirante a un futuro de justicia e igualdad para su etnia, al que tienen derecho, pero que el resto de mexicanos acremente les niegan por añejos prejuicios raciales de cinco siglos?
La sociedad mestiza mexicana ha vuelto la espalda y sigue viendo con indiferencia los dramáticos acontecimientos de Acteal y a otros similares. Por lo regular, para el ciudadano común (y el no común) el indígena no es “su semejante”, porque lo considera un ser inferior sin alguna cualidad que lo enaltezca y si lleno de defectos. A la llegada de los españoles fue considerado carente de alma; luego esclavo y peón, y cuando triunfaron los movimientos revolucionarios “de reivindicación social”, siguió en la misma cruel marginación de antes.
¿Por qué ese desprecio al indígena y a lo que él representa?
Por otro lado, si se desea encontrar una explicación a la política gubernamental indigenista tradicional, podría suponerse que corresponde a un “programa de exterminio”, el que, de cumplir sus expectativas hará que desparezca la población indígena del Sureste mexicano. Y si eso fuese un “exitoso plan piloto” ¿acaso se pondría en marcha en la lacandona, en la tarahumara y en otras zonas de población indígena del país, en donde el subsuelo guarda tesoros energéticos ambicionados por los poderosos grupos financieros nacionales e internacionales?
Pero esas maquiavélicas intenciones estarán condenadas al fracaso, porque el mundo indígena habrá de perfilarse (pese a los intereses en contra) hacia un promisorio devenir, dado que la mujer india posee ch’ulel: el alma indestructible con que los dioses de la antigüedad la dotaron, espíritu que en cada nacimiento transmite a un karem (niño), para que con ello surja una nueva generación indígena, que al integrarse al país, removerá las conciencias anquilosadas y retrógradas y en consecuencia sobrevenga el verdadero cambio de las estructuras sociales y políticas que requiere el México del futuro que ya es presente.

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Años después de aquel 22 de dicembre de 1997, regresé a Chiapas; en aquella ocasión, pasó frente a mi una ordenada hilera de indígenas ants (mujeres) Al observar a cada una de ellas, todas me parecieron iguales a Mercedes.
Estoy consciente que la Mercedes de este relato ya no existe; no obstante, se que es eterna, porque otras muchas han ocupado su lugar en los Altos de Chiapas. Además, puedo asegurar que la Meche de Acteal, de San Pedro Chenalhó, ahora camina con garbo y con la dignidad recuperada en las etéreas latitudes del winajel, el celestial mundo tzotzil.
Finalmente, me pregunto, ¿por qué no establecer el día 22 de diciembre como el “Día de la Mujer Mexicana”? O acaso, ¿aquellas mujeres indígenas masacradas no fueron mártires mexicanas?

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