jueves, 30 de octubre de 2008

¡Nunca otro Acteal!


(Ignominiosos sucesos chiapanecos del 22 de diciembre de 1997)
Por Jesús Pérez Uruñuela

Los españoles que llegaron a lo que sería (y fue) la Nueva España, destruyeron las estructuras sociales, económicas, culturales, religiosas y espirituales de los pobladores de las tierras recién descubiertas, y con eso, los convirtieron en “indios”: entes serviles sin autoestima, inclusive “desprovistos de almas”. La esclavitud simulada en “encomiendas” de la población nativa, fue perpetuada por los “peninsulares” hasta principios del siglo XIX, cuando los criollos y mestizos tomaron el poder del país. En los doscientos años siguientes, el sistema de gobierno mexicano alternó la República con el imperio y finalmente la primera se estableció en definitiva para transitar entre convulsionados tiempos, hasta llegar al final del siglo XX. No obstante la aparente democracia que se vivía y el inconmensurable avance de la ciencia y de la tecnología, la cúpula en el poder, quiso que el indígena siguiera en la ignominiosa e inhumana forma de vida de servilismo, de sumisión, de discriminación, de marginación, de miseria y de explotación.
Pero entonces, ¿qué opinó al respecto Yoxep José, el vapuleado “indito”? ¿Y cómo habría de responder?
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En el pueblo ubicado en la zona serrana del Estado de Chiapas, en la cabecera municipal de San Pedro Chenalhó, el día parecía transcurrir con la normalidad de cualquier otro: los indígenas de la localidad y de la alta montaña se habían congregado en la plaza municipal, alrededor de la cual estaban la iglesia de San Pedro, santo patrono, las casas ladinas (de blancos y mestizos que hablan castellano), el cobertizo del mercado, así como el edificio del cabildo (sede del gobierno local) el cual sobresalía por su estilo colonial rectangular, con pórtico de arco y por ocupar todo un costado de la referida placita.
Allí se habían reunido amigos y parientes en cerradas charlas sobre las anécdotas experimentadas durante la semana anterior y en el relato de los rumores relacionados con otras comunidades.
Esa mañana nada tenía de extraordinario; lo que acaecía parecía ser lo acostumbrado, lo común. Sin embargo, al mismo tiempo, en una zona no muy lejana, otro tipo de reunión ocurría:
Cerca de cien personas ataviadas con uniformes de color oscuro eran transportadas en vehículos oficiales hasta las laderas de la montaña. La mayoría de ellos portaban machetes, rifles automáticos y pistolas modelo escuadra calibre 22-largo. Al llegar hasta el paraje que los caminos de brecha lo permitieron, el convoy se detuvo y el contingente armado puso pie en tierra para sin dilación iniciar la caminata de ascenso.
No lejos de ellos, como a doscientos metros, observaban el “operativo” el jefe asesor de Seguridad Pública Estatal y dos comandantes policíacos, acompañados de un número importante de personas subordinadas.
En tanto que el poblado de San Pedro se animaba con los okexmon (músicos con tambores, trompetas y flautas) las ants (mujeres indias) atendían a sus pequeños hijo. Estaban ellas ataviadas con huipiles ribeteados en sus bordes por motivos de gran colorido y belleza. Una ancha faja color rojo rodeaba la cintura y sostenía la falda que caía arriba de los tobillos. Gran pulcritud y arreglo del cabello mostraban las indígenas, de quienes emanaba un penetrante olor a ixpum (jabón elaborado con una raíz). Dos largas trenzas colgaban a sus espaldas y con agilidad felina, descalzas se deslizaban entre la muchedumbre.
Los Winik (hombres) también descalzos, permanecían reunidos en pequeños grupos. Con notoria uniformidad vestían blancas camisas cuyas mangas llegaban hasta la punta de los dedos. El talle estaba apretado por un ceñidor de tela azul oscuro. En el cuello llevaban un pañuelo cuadrado de algodón doblado hacia atrás. Abajo, lucían blancos calzones cortos y en la cabeza un sombrero de paja de ala ancha y plana. La base de la corona del sombrero se adornaba con cintas negras y de ella colgaban listones multicolores. Algunos de los indios se cubrían con un chamarro gris (prenda de gruesa lana).
En el centro del conglomerado tzotzil, estaba Juan Jol Sbi, hombre humilde, de gran corazón y persona con pasado por haber desempeñado importantes puestos políticos y religiosos. Debido a eso, era considerado bankilal (anciano con el mayor nivel de dignidad). Su indumentaria era diferente, daba su alta posición en la comunidad. En lugar de llevar el pañuelo rojo atado al cuello, le cubría la cabeza en forma de turbante. Además, calzaba sandalias (xinob) de talón alto y gruesa suela sostenida por una cuerda que pasaba entre los dedos gordo y siguiente para luego atarse al tobillo. En un momento se dirigió al indio Yoxep José, quien callado y tímido –como acostumbraba estar- sólo observaba:
-Veo que María Isabel tu esposa no vino, pero si te acompaña mi ahijado Pablito (entonces de diez años de edad). Además, otras personas de tu pueblo tampoco están presentes. ¿Qué sucedió?
-Sepa su mercé –explicó José- que mi Chavelita tuvo que quedarse con dos de sus hermanas que están por parir sus chilpayates... Otros buenos compañeros tuvieron que encargarse de los rezos y responsos a la virgencita.
¿Eso es todo Yoxep? –Insistió el anciano y luego comentó: -La violencia gubernamental contra nosotros ha aumentado de unos días pa’cá y has de estar enterado de los decires que circulan por aí: “terribles desgracias se avecinan...” Además, durante las últimas noches he escuchado al pájaro xk’akel con dolientes cantos de mal agüero...
-¡Si...! –ratificó Yoxep- Y con mucha razón debemos preocuparnos porque anda de boca en boca que los paramilitares llegan a los jacales de la montaña para preguntar con violencia y voz fuerte: “¿Dónde están esos cabecillas del EZL ‘hijos de su...? ¡Dinos en dónde para ir a acabar con la maldita semilla rebelde!” Y a veces nos asustan con: -“¡Si nos enteramos que andas con ellos, verás cómo te va a ti y a tu familia...!”
Luego, el mismo José comentó: -No lo crea usté, pero me amuino rete mucho cuando oigo a winlilaltik (la gente pedrana) contar esas amenazas.
-Efectivamente eso se rumora y ojalá sólo sea eso: un rumor –dijo el viejo Juan Jol Sbi con expresión desasosegada.
Casi al mediodía, de improviso, la gente que momentos antes llenaba la plaza municipal comenzó inexplicablemente a retirarse y la música calló. Después de un sepulcral silencio, a lo lejos en lo alto de la montaña se escucharon varias detonaciones de armas livianas.
Arriba de la sierra, en Acteal (uno de los conglomerados indígenas serranos) había poco más de sesenta personas que participaban en una ceremonia religiosa en honor de la vigencita. Entre ellas estaban la esposa de Yoxep José, sus hermanas, hermanos y padres, así como otros amigos integrantes de la misma comunidad.
Oraban alrededor de la ermita, cuando después de escuchar los disparos vieron llegar con precipitación a un tzotzil que advertía a gritos:
-¡Ahí vienen los guardias blancas...! ¡Matan cuanto cristiano se les pone enfrente...! ¡Huyan... vayámonos a esconder al monte!
De inmediato la confusión se apoderó del sorprendido grupo: comentaban entre ellos –“¿Qué hacer?”
Cerca de quince personas huyeron despavoridas para perderse entre la maleza. Y entre el barullo de quienes permanecieron en el lugar, se escuchó la voz de María Isabel:
-¡No corran, quedémonos aquí que nada puede pasarnos, porque no hemos hecho nada malo...!
-¡Sí! –Opinó el catequista que dirigía los rezos- ¡No tengamos miedo! ¡Oremos que nuestro Padre Celestial nos protegerá...!
Pero en contra de lo esperado, como fieras hambrientas de sangre, los agresores –que por cierto eran indígenas- llegaron con la consigna a coro:
-¡Exterminio total de estos malditos indios rebeldes!
Y sin dilación dispararon sus mortíferas armas.
Los fusiles automáticos (iguales a los utilizados por el ejército norteamericano en Vietnam) expulsaban sin parar las balas llamadas de punta blanda, las que al hacer impacto en el cuerpo, la ojiva se doblaba y empezaba a girar para producir un efecto similar a la terrible bala expansiva.
Durante cuatro horas se prolongó la masacre sin que llegase auxilio alguno para los indefensos indígenas. Una vez que caían al suelo hombres, mujeres, ancianos, niños, niñas y hasta pequeños de brazos, los asesinos se solazaban con otorgarles el tiro de gracia. Y para completar el dantesco espectáculo, ante el regocijo de los elementos del diabólico comando, uno de ellos blandió un machete para de un tajo abrir el vientre de las dos embarazadas (ya muertas) y como ave de rapiña, con sus garras arrancó con violencia los unin’olol (infantes en el útero) aún con vida, para luego exhibirlos como preciados trofeos.
Abajo en el pueblo, cuatro horas después de escucharse los primeros disparos, salieron del cuartel grupos de policías, quienes se movilizaban por las calles para anunciar a la población un estado de alerta. Para entonces, los asistentes a la plaza municipal se habían retirado rumbo a la montaña.
Cuando el viejo Juan Jol Sbi, Yoxep José y los demás indígenas llegaron a Acteal, en donde habían dejado sus familiares, nadie salió a recibirlos. El lugar estaba desierto con aislados charcos de sangre y varios chuchos (perros) que merodeaban. No había otro ser vivo ni un cuerpo inerte.
Yoxep José corrió hacia el jacal; al abrir la puerta de madera, el fogón seguía encendido, pero nadie contestó a sus llamados. Al escuchar confusas voces en el exterior salió y vio a un individuo que fuera de sí tartamudeaba al explicar que en el fondo de cercana cañada, en una cueva, se veían en grotescos montones los mutilados cuerpos de los masacrados. Así habían intentado de ocultar su crimen los sicarios.
Al siguiente día, cuarenta y cinco ataúdes fueron enterrados en lo alto de la sierra.
De acuerdo al ceremonial tzotzil, José hizo acompañar al cuerpo de María Isabel con una jelo smal (veladora) que representaba su presencia de esposo en el viaje que su cónyuge hacía al winajel (cielo tzotzil).
Las autoridades locales dieron su versión respecto a lo acontecido:
“El incidente se debió a pugnas religiosas” –informaron y así fue propalado por las autoridades federales. Pero nadie creyó esa declaración porque tanto los atacantes como los victimados eran católicos. Además, surgieron –entre otras- las siguientes interrogantes:
¿Por qué en el criminal operativo se utilizaron medios de transporte oficiales? ¿Quién financió las armas y pagó a quienes las dispararon? ¿Por qué el gobierno no adoptó medidas preventivas para evitar tal crimen, si tenía antecedentes de los planes que existían al respecto? ¿Qué razones existieron para que con tanta ligereza se diera una precipitada versión oficial de los funestos acontecimientos
Días después:
Llovía copiosamente cuando en el exterior de la cabaña del viejo Juan Jol Sbi se escuchó la voz de Yoxep José. Estaba acompañado de otros indígenas que se protegían del agua con ligeros impermeables de plástico, debajo de los cuales colgaban sus machetes. Juan invitó a pasar y de inmediato se introdujeron. Adentro era acogedor el calor que emanaba de las brazas del fogón. En las paredes de varas enlodadas, al ritmo del temblequeteo de la llama de un cirio, bailaban las sombras de los morrales, mecapales, instrumentos musicales, así como atados de mazorcas colgados y fijos a las vigas que sostenían el techo de paja. En el fondo de aquel cuarto redondo, en improvisadas camas de madera, sobre petates, dormían apretujados solamente mujeres y niños.
Los recién llegados permanecieron de espaldas a la puerta, salvo José que se adelantó para hablar de cerca al anciano anfitrión:
-No tenemos tiempo –dijo- únicamente hemos venido a despedirnos de su mercé y a decirle que nos largamos a unirnos a los rebeldes de la montaña. Nada de nosotros queda aquí. El caprichoso gobierno robó la kuxlej (vida) de nuestras familias... y vamos a pelear en su contra....
-¡Óyeme, a poco Pablito tu hijo, mi ahijado y esos otros pequeños karem (niños) van con ustedes... -Replicó el anciano.
-¡Mi hijo y los que están con nosotros, son karem que la injusticia y la maldad ha hecho que su alma se llene de bik’it ontonal (odio) hacia otras personas y por eso ahora tienen el fiero corazón del bolom (tigre) y ya rugen como él... ¡Ellos también van a la guerra porque son pedranos de San Pedro Chenalhó que es su kosil (tierra y hogar). Sienten harto orgullo de ser indígenas como nosotros y les duele que les hayan matado a sus madres... por eso... van a...! La firme voz de Yoxep José se resquebrajó y un nudo en la garganta le impidió concluir lo que pretendía externar. No obstante el karem Pablito –quien por cierto cargaba una vieja escopeta- completó la inconclusa frase de su padre:
-Si padrinito, yo también voy –como dice mi a’pá- a echarle plomazos a los paramilitares y soldados... Ya no soy karem, soy ahora un rebelde de la montaña... –Luego con el infantil rostro iluminado por la ilusión en un futuro de imprecisos conceptos de reivindicación, el jovencito agregó: -Vea usté, aquí traigo mi paliacate rojo para taparme la cara cuando ande en la guerra...
El viejo comentó con sincera solemnidad:
-No me sorprende lo que dicen, porque esperaba esta decisión de parte de ustedes... También mis hijos ya van en camino a unirse a los rebeldes... Aquí soy el único hombre que queda, pero lástima que por mi edad y achaques ya no sirva “ni para un caramba”, si no, los acompañaría...
-Nosotros –interrumpió José con recuperada serenidad- en estos rumbos nada podemos hacer, pero allá arriba, con las armas, haremos que cambien las cosas para nuestro pueblo tzotzil... Iremos si es necesario a morirnos, pero con dignidad, en lugar de seguir aquí con la pinche muerte que da el deshonor y la cobardía. A usté compadre, nuestras mujeres de Chenalhó mucho lo necesitan...
José y el grupo de indígenas salieron del jacal con un guaje con atole, una bola de pozol y una botella con aguardiente comiteco y se alejaron con paso acelerado para perderse entre las tinieblas de la noche. Mientras tanto, en el umbral de la puerta, Juan Jol Sbi, el bankilal, el más digno anciano de la comunidad, testigo pasivo de las indignidades cometidas mucho tiempo a su pueblo, los observaba con los ojos enrojecidos por la tristeza, el enojo y la frustración. Y murmuró:
-Que Ojorox Espíritu Santo los ilumine y acompañe...
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Amanecía cuando la lluvia arreció. En el edificio de la comandancia de policía de San Cristóbal de las Casas, una luz permanecía encendida. Adentro, un uniformado con fastidio y desgano operaba el radio transmisor:
-Sí, sí, repito –comunicaba- entierren las armas y esperen a que le echemos tiempo al asunto para que puedan regresar con nosotros... No, no hay problema... hay que dejar que se cansen y se calmen las protestas y luego todo se olvidará como si nada hubiese sucedido...
¿Será que al día de hoy 22 de diciembre del 2001, ya están olvidados aquellos ignominiosos sucesos chiapanecos?

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