Por Jesús Pérez Uruñuela
ACLARACIONES PREVIAS:
Próximo al pueblo de Amatlán, del municipio de Tepoztlán, Morelos, existe un acantilado de granito, con una enorme y profunda ranura en su fachada en forma de arcada. A esa configuración semicircular, la voz popular llama: “La puerta de Tamoanchán”, la cual, (según una leyenda local) una vez al año, al concluir la noche de año nuevo, se abre. Si alguien está ahí en el preciso momento, puede entrar a observar las delicias del mítico paraíso prehispánico, o bien, vagar por las oscuras profundidades del inframundo, destino final de a las almas de los muertos de la antigüedad.
AUNQUE USTED NO LO CREA, SUCEDIÓ UNA NOCHE DE AÑO NUEVO
El esperado sonar de las doce campanadas del reloj de pared, no provocó la eufórica algarabía de otras ocasiones, porque en aquella cena-celebración del año nuevo, Teófilo Bahena, (esposo, padre, suegro, abuelo y compadre de los reunidos) ¡no estaba! El treinta y uno de diciembre del año anterior, en forma misteriosa, desapareció, sin que durante los trescientos sesenta y cuatro días siguientes se tuviese alguna noticia de él.
-Ya no se acongoje tanto, piense que Teófilo descansa en paz –comentó Plutarco Morales a doña Benigna (esposa del “ausente”).
-¡Ay compadrito -respondió doña Beni- lloro de tristeza, porque de verdad lo extraño; pero también chillo de coraje cuando me imagino que “su amigo y compañero de parrandas” esté “vivito y coliando” y ande por “por’ai” de jolgorio con alguna de sus “queridas”...!
-¡Por favor Comadre, no sea tan mal pensada -interpeló Plutarco- que mi compadre, aunque era “algo alegre”, para él, su familia siempre fue lo primero...
-¿Algo alegre...? ¡Rete mucho...! -volvió a opinar la señora.
-Hay que ser realista –volvió a intervenir Plutarco- Por la forma misteriosa en que desapareció mi compadre, lo más probable es que ahora sea difuntito...
Y Plutarco, a manera de recordatorio, expuso a su apesadumbrada comadre:
-Seguramente se acuerda que el día último de diciembre del año pasado, en el ranchito que tengo en “las afueras” de Amatlán, organicé una “comilonga” a la que nos acompañaron mi compadre Teófilo, usted y Antonio, su hijo mayor. Al terminar la comida, su hijo “Toñito”, la regresó a usted a Amatlán, porque Téofilo, ya “pasado de copas”, decidió quedarse “un ratito más”, el cual se alargó hasta cerca de las once de la noche cuando en estado “inconveniente” decidió retirarse en su camioneta; mucho le insistí que yo o alguno de mis hijos le sirviéramos de chofer, lo que rechazó con el acostumbrado “manejo mejor con dos o tres cervecitas”.
-Antes de irse –continuó Plutarco- mi compadre Teo, se echó al hombro un morral que yo le había regalado con un cucurucho con “chiles de árbol”, una bolsa con cal para hacer nixtamal, así como varios palos de ocote, los que quería quemar abajo del comal, para darle un especial sabor a las tortillas de maíz También en el morral había dos pollos asados que él pidió para llevárselos a usted doña Benigna... ¡Ondas de borracho! Y Salió del ranchito en su camioneta y lo vimos alejarse...
-A la mañana siguiente -primero de enero- muy tempranito, su hijo Antonio me despertó para preguntarme si su padre se había quedado a dormir con nosotros, porque en toda la noche no llegó a su casa... Recorrimos la región en búsqueda de Téófilo, pero sólo hallamos su camioneta estacionada frente al elevado acantilado de granito conocido como la “Puerta de Tamoanchán”.
Plutarco concluyó sus nostálgicas remembranzas del día último de diciembre del año anterior, cuando su compadre Teófilo Bahena se perdió, por lo que en el pueblo lo daban por muerto.
Luego, los asistentes a “la cena” se reunieron frente a una fotografía de Teófilo colocada en la sala, alumbrada por varios cirios e iniciaron el “rezo de un rosario” para pedir por el descanso de su alma. Pocos “Padres Nuestros y Aves Marías” se habían pronunciado, cuando se escuchó una conocida voz que causó estupor:
-¡Happy new year! ¿Qué onda familia...? ¿Por qué tan “aguitados”?
-¡Teófio...! ¡Papá...! ¡Suegro! ¡Abuelo...! ¡Compadre...! -exclamaron al unísono los ahí reunidos.
Unos permanecieron atónitos, otros lloraban. Doña Benigna, antes de desmayarse, gritó histéricamente, en tanto que el compadre Plutarco, con los ojos a punto de desorbitarse, miraba a quien todos consideraron una aparición fantasmal.
Tiempo después, se alternaron las expresiones de alegría con constantes cuestionamientos y con los dolosos reclamos de su ya recuperada esposa.
Por fin, a insistencia del compadre Plutarco, permitieron que Teófilo comentase lo que lo obligó a ausentarse por un año, a lo cual él alegaba que sólo se había retrasado en llegar a su casa una hora. E inició el relato de lo que él consideraba acontecido la noche anterior:
-Después que salí del ranchito de mi compadre -dijo- me dirigí acá, a mi casa. Creo que a mitad del camino equivoqué el rumbo. Unos metros adelante, “me ganó el sueño”. Desperté y quise encender de nuevo el motor de la camioneta para sacarla de la zanja en donde había caído, pero no la pude arrancar. Al bajarme de ella para revisarla, me di cuenta que estaba frente a la “Puerta de Tamoanchán”. Iba a continuar a pie de regreso a casa, cuando un fuerte crujido me llamó la atención... Eran las doce de la noche en mi reloj, cuando vi que la parte de aquella roca que tiene forma de puerta... temblaba. Luego, empezó a girar... a abrirse... Sin resistir la tentación, pasé “pa’dentro” y atrás de mi, se cerró...
-Después de un rato de mucho susto –continuó la narración- pensé en buscar otra salida. Prendí un palo de ocote para alumbrarme y empecé a caminar sin rumbo fijo. Me di cuenta que bajaba con dificultad por una pendiente y así llegué a una gruta, más grande que las de “Cacahuamilpa”...
(“Cuando, Teófilo recorría la gruta, vio lo que creyó que era un enorme montón de rocas, de las cuales salían intermitentes rayos de luz... Por aquellas refulgencias, Teo consideró no necesitar de su improvisada antorcha y apagó el fuego del palo de ocote. Al aproximarme al singular montículo rocoso, se percató que se movía y que además, estaba rodeado de muchas personas, todas de blanco aspecto: sus rostros, sus piernas, sus brazos y las mantas de algodón que las envolvían...
“De repente, según relato de Teófilo, aquel montón de rocas se elevó convertido en un asqueroso ser: mitad sapo y mitad cocodrilo, con garras de jaguar y con enormes ojos, los cuales brillaban como si fuesen brazas encendidas. Abrió su hocico y al rugir con fuerza expidió un nauseabundo olor. Cuando se valsaba, en su grueso cuello y en su abultada cintura se mecían collares de calaveras, manos y corazones humanos... Según doctas conocedores de la historia… ¡Era Tlaltechutli, el monstruo de la Tierra...!
Teo también comentó que “las personas de blanco color empezaron a entrar a su descomunal hocico. Entonces, se dijo: -No tengo otro ‘chance’ que seguir con esa gente...’ Además se preguntó: -¿Cómo le haré para pasar por la boca de la bestia, si no estoy pintado de blanco...?’ Recordó que en el morral traía la bolsa con cal que su compadre le había regalado para hacer nixtamal. Con ella se embadurnó el cuerpo y la ropa. Encalado pudo confundirse entre la blanca multitud y penetrar al vientre del monstruo...)
-Ya adentro, -continuó Teo el relato- seguí a distancia de aquel grupo de personas. Llegamos a la orilla de un gran río, en donde vagaban muchos perros de varios colores. Cada uno de aquellos individuos escogió un “chucho” de color café y con ellos por delante, cruzaron por “los bajos” del río. Yo, ni tardo ni perezoso caminé tras de ellos y también logré alcanzar la otra orilla...
Teófilo detuvo la narración. Encendió un cigarrillo y después de darle varias profundas bocanadas, bebió de un solo trago una cerveza que estaba junto a él. Su esposa, compadre, hijos, nueras, yernos y nietos lo observaban atónitos.
Nuevamente se oyó la voz de Teo:
-Seguimos por la vereda que bajaba hasta donde había un pasadizo entre dos altas montañas muy juntas, por donde supuse que no cabría ningún humano, pero si pasaron por ahí aquellas blancas personas.... En ese momento me di cuenta que ellas no estaban vivas... ¡Eran espíritus, almas en pena...!
-Ahora si me llevó la... –me dije- Ni modo de regresarme...tengo que encontrar por donde rodear esas montañas, para encontrar la salida de estas cuevas...
-Y empecé a trepar una de ellas. Después de mucho, logré subirla y luego bajarla. Del otro lado, corrí por un atajo que también descendía... y a lo lejos vi a los fantasmas caminar por un terreno plano, en donde estaba una negra y elevada montaña...
Teófilo narraba emocionado su aventura subterránea, mientras fumaba y bebía cerveza. También dijo que descendió a donde una espesa bruma le dificultó avanzar; así como que en ese trayecto le golpeó un frío viento. Después, pasó por otro desolado paraje rodeado de cerros, sobre los que ondeaban enormes banderas.
Otra vez detuvo su narración para encender un cigarrillo. En ese receso, la concurrencia empezó a murmurar. Su esposa -ya recuperada de su aturdimiento- lo increpaba con insistencia: -¡Falso, Mentiroso, todo lo que cuentas son puras mentiras... seguramente te fuiste con esa amante que tienes en la ciudad de México...!
El barullo que se formó, terminó cuando por segunda ocasión Benigna (por la crisis de histerismo en que estaba) se desplomó y tuvieron que llevarla a su recámara, no sin que los hijos inculparan a su padre poner en peligro la vida de su mamá con tan fantasioso relato..
El compadre Plutarco tuvo que volver a intervenir para que el alterado ambiente recuperase la calma y Teófilo continuara con su historia.
(“El agredido relator, sin inmutarse, refirió que tuvo que atravesar agachado por una planicie, sobre la cual en forma permanente cruzaban por el aire flechas que a él podían herir; no así a los espíritus que por ahí pasaban. Asimismo, describió los angustiosos momentos que debió padecer al enfrentarse a varias fieras que lo amenazaban y le impedían el paso”).
-Para resolver ese problema –explicó- tomé uno de los pollos que llevaba y lo aventé a aquellos “perros rabiosos”, los que se arrojaron sobre él. Aproveché la distracción de las fieras y rápidamente salí de ese espantoso lugar.
(“Teo llegó a donde había una infinidad de irregulares rocas que formaban complicados parajes, los cuales pudo traspasar a salvo. De haber seguido por el rumbo equivocado, hubiera sido presa de la gigantesca culebra o de la enorme lagartija Xochitónal, tan temidas en aquel laberinto”).
-Lo que a continuación les diré, ¡eso no me lo van a creer! -dijo Teo con solemne seriedad; comentario que unos adormilados presentes respondieron con un prolongado bostezo y otros con una mueca de sonrisa.
-Llegué frente a una enorme puerta, sobre la cual, se leía: “Estáis por entrar al Mictlan, el mundo del que nadie tiene noticias exactas, en el cual los caminos no conducen a lugar alguno y reina el total olvido de todo lo pasado y se pierde la esperanza de salir de él.
Plutarco, repetía en voz baja: -¡Híjole compadrito, hora” si te mandaste...!
(“Téofilo dijo que cruzó el umbral y entró a otra caverna de mayor tamaño que las anteriores, la que no parecía tener fin. En la penumbra, un susurro de voces o tal vez de gemidos, se escuchaban... Caminó lentamente. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la mortecina media luz, contempló en el suelo numerosos bultos funerarios que se perdían en la lejanía: figuras humanas en posición sedante, envueltas en mantas de algodón que se quejaban. Finalmente, arribó a donde un personaje de tenebroso aspecto permanecía sentado en un trono construido con osamentas humanas. “Estaba adornado con un tocado especial de bandas blancas y negras que le apretaban la cabeza y con los adornos de papel metl (maguey) tan característicos: caracol de volutas y redondel plisado terminado por un largo cucurucho. Ese fúnebre ser, tenía además un espejo en el pecho (de color), blanco y rojo y los huesos de esqueleto que aparecían toscamente dibujados bajo los tejidos...” (*)
Aquel enigmático esperpento, era ¡Mictlantecuhtli, el señor de las tinieblas, el dios de la muerte...! Esta deidad, estaba rodeada de un séquito compuesto por personajes con la misma presencia cadavérica. Frente a ellos, un enorme brasero quemaba incienso y además, había varios fardos mortuorios de petate e innumerables objetos de ofrendas...Tras la máscara de calavera que ocultaba su rostro, Mictlantecuhtli observaba con detenimiento al inesperado visitante. La deidad, preguntó con sequedad: -‘¿Qué hace un ser vivo como vos en el divino Mictlan, lugar del eterno descanso de las almas...?’
Según Teófio, explicó a aquel lóbrego individuo los pormenores de su aventura antes y después de entrar por la “puerta de Tamoanchán”, así como que su familia lo esperaba para compartir con él la cena de año nuevo, lo que tuvo como respuesta: -Luego regreso a atenderos; esperadme aquí, en tanto recibo a un grupo de cansados espíritus que deben ser asignados al lugar que ocuparán en la eternidad...
Cuando aquella persona con máscara de calavera dio la espalda, Teófilo expresó con emoción: -‘¡Mangos que lo espero!’- Y salió disparado de la caverna.
Corrió como rayo por la misma ruta que había bajado. Al pasar por el territorio de las hambrientas fieras, les arrojó el otro pollo asado que llevaba y nuevamente las burló. Pero al llegar a donde estaba el lado interior del hocico del monstruo Tlaltecuhtli (entonces cerrado) se preguntó: -¿que haré para que lo abra nuevamente y poder salir...?
Revisó el morral que le había dado su compadre. Adentro, solamente quedaba el envoltorio con los chiles de árbol y dos trozos de madera de ocote: o sea, lo necesario para solucionar el contratiempo.Teófilo frotó con intensidad las maderas hasta obtener fuego y con él encendió el morral junto con los chiles. Por el interior del monstruo, llevó la improvisada fogata cerca de sus fauces. De inmediato, el abundante y picante humo provocó el efecto deseado: el monstruo abrió su hocico y tosió con tal fuerza que expidió al ya agotado Teófilo. Cuando llegó a la puerta de Tamoanchán, esta se abrió y con rapidez se abalanzó hacia afuera. Entonces, vio que su reloj seguía marcando las doce de la noche y se imaginó: -Todo ha sido una pesadilla; si me apuro, llegaré a buena hora a la cena...
Como no estaba su camioneta, pensó que la habían robado, pero no le importó. Feliz, corrió con desesperación hasta llegar a su casa de Amatlán.
Teófilo finalizó la narración de lo que él planteaba como sucedido durante la noche anterior. Sin embargo, sus hijos, nueras y yernos, conscientes que se había ausentado por un año completo, lo veían con inocultable expresión de enojo. Sin despedirse de él abandonaron la casa. Mientras tanto, el compadre Plutarco, al quedarse solo con Teo, abrió una cerveza y se dejó caer sobre el mullido sillón de la sala y exclamó: -¡Querido compadrito, con ese “chorizote” que traes para disculpar tu ausencia de un año... te viste grande, inmenso...! ¡Eres mi ídolo!
Desde el fondo de la sala, donde estaba la recámara de doña Benigna, se escuchó el lejano reclamo: -¡Hipócrita, mal hombre... no creas que me ves la cara, yo sí se donde estuviste...!
O O O
¡Increíble narración! Sin embargo, lo referido por Teófilo Bahena, corresponde con exactitud a lo que el Códice Vaticano describe como los nueve niveles del inframundo que debían recorrer las almas de los difuntos indígenas de la antigüedad para llegar al Mictlan, el sitio del eterno descanso.
Cuándo y dónde obtuvo tan docta información el iletrado Teófilo, es intrascendente. Lo importante, es que este cuento puede ser un soberbio recurso para quien llegue a su casa después de una injustificada larga ausencia, sin una contundente excusa que exponer a su esposa.
(*) MICTLANTECUHTLI, DIOS DE LA MUERTE. (Códice Borbónico 10 y 391)
viernes, 3 de octubre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Mi estimado suegro,
Teófilo no da cátedras para inventar pretextos ??
Muy buen cuento, ¿Teófilo existe?
Publicar un comentario