Por Jesús Pérez Uruñuela
En la Facultad de Medicina y postgrados Don Luis Martínez sobresalió por su capacidad y dedicación como estudiante. Asimismo, una excelente práctica profesional lo hicieron merecedor de varios premios y reconocimientos nacionales e internacionales. Después de una exitosa carrera, decidió regresar a su pueblo natal, considerado el centro de una amplia zona con alto porcentaje de población indígena, carente de los más elementales servicios asistenciales de salud, para ahí dedicarse a la “Medicina Social”.
Por su sacrificio, entrega y vocación médica humanitaria, la gente pobre de la sierra le había asignado a Don Luis la elevada nominación náhuatl: Tatah doctorcito: noble y bondadoso papá-doctor.
No obstante los grandes reconocimientos de los indígenas, en el pueblo existían personas que en nada agradaba la presencia de un modesto ser con tantos méritos morales, porque su elevada calidad humana evidenciaba la mezquindad y miseria espiritual de ellos.
Ante las críticas, burlas e intrigas, Don Luis nada replicaba, sólo continuaba con su estilo de trabajo, lo cual hacía creer a sus detractores que el famoso Tatah doctorcito era de débil carácter, sumiso y cobarde; pero. . . cuan equivocados estaban, porque: !para los toros de Jaral, los caballos de allá mesmo!
Una tarde, el doctor Martínez cruzaba el jardín municipal. Iba como acostumbraba: vestido con traje oscuro (aún cuando hacía calor) ligeramente encorvado, pensativo en apariencia absorto de lo que acontecía en su entorno. Adelante, sentados en una de las mesas de la refresquería del kiosco, estaba un grupo de los clásicos chismosos e intrigantes que nunca faltan en la provincia (y también en las grandes ciudades). Al ver que se aproximaba tan “controvertido personaje”, iniciaron sus injuriosos comentarios:
-¡Ahí viene “Tatah doctorcito” tonto protector de los indios revoltosos y rebeldes de la sierra!
Los insidiosos rieron. Uno de ellos cuestionó: -¿Creen ustedes que en realidad sea el sabio médico que por ahí se dice. . .?
–¡Qué va hombre!–sugirió otro, quien al levantarse de la silla alardeó ante sus compañeros: -¡Ese vejete es un farsante que nada sabe de medicina, no pasa de ser un curandero yerbero! Y ahora se los demostraré. Dicho lo anterior, caminó hasta quedar frente a Don Luis, quien sorprendido se detuvo.
-Perdón “Don Lucho” que lo aborde de esta manera -dijo el imprudente personaje- pero tengo urgencia de su consejo médico sobre una serie de malestares que siento. ¿Podría usted ahora revisarme?
El doctor se percató de la fingida seriedad de su interlocutor y de la burlona expresión de sus amigos que fingían beber el refresco que tenían frente a ellos.
-¿No sería más conveniente que nos viésemos en mi consultorio para que le de un diagnóstico correcto? -plantó el médico.
-¡Por favor doctorcito, me urge conocer su valiosa opinión. . .!
Consciente Don Luis que no debía eludir la trampa que se le tendía, seguro de sí, aceptó el reto.
-Está bien, déjeme revisarlo –Indicó y fueron a una de las mesas que estaba desocupada y le pidió al solicitante sentase. De inmediato se reunieron a su alrededor el grupo de curiosos. Extrajo del maletín el estetoscopio y el manómetro y procedió a medir el pulso cardíaco, la presión arterial y a revisar el funcionamiento de la caja toráxica, en tanto escuchaba los síntomas que el supuesto paciente, con quejumbrosa voz exponía:
-Cada día, desayuno, como y meriendo y quedo como si no comiera; de igual manera, bebo agua, como si no bebiera; duerno como si no durmiera y “cago y meo” como si no lo hiciera. . . ¿Qué tengo? ¡Por favor dígamelo, se lo suplico doctorcito!
-Interesante caso clínico el de usted. . . –Afirmó el galeno- pero no se mortifique, ahora le daré un efectivo tratamiento para que desaparezcan esos terribles síntomas que me menciona.
El facultativo se separó del grupo, guardó sus aparatos y procedió a elaborar una receta, la que doblada mostró a quien había auscultado, pero antes de entregársela le dijo:
-Quiero comentarle que lo he atendido como un favor especial por la gravedad de sus síntomas y la urgente atención que su caso requiere; pero tendrá que pagarme cincuenta pesos por la consulta.
Obligado por morbosa curiosidad, el presunto achacoso pagó el importe solicitado por el doctor, quien luego, con calmo paso, continuó su travesía por el jardín, mientras el grupo de amigos apremiaban al “enfermo impostor” para que les permitiera enterarse del texto de la receta, la cual decía:
-“Si come, como si no comiera; si duerme como si no durmiera y defeca y orina como si no lo hiciera, es necesario que durante treinta días vaya a “chi…flar a la loma” como si no fuera. Si después del mes sigue con los mismos síntomas, tendrá que continuar indefinidamente con el tratamiento sugerido.
Don Luis Martínez ya había salido de la explanada municipal y caminaba por la acera de enfrente, cuando hasta él llegaron las estridentes carcajadas que procedían del kiosco del jardín.
En la Facultad de Medicina y postgrados Don Luis Martínez sobresalió por su capacidad y dedicación como estudiante. Asimismo, una excelente práctica profesional lo hicieron merecedor de varios premios y reconocimientos nacionales e internacionales. Después de una exitosa carrera, decidió regresar a su pueblo natal, considerado el centro de una amplia zona con alto porcentaje de población indígena, carente de los más elementales servicios asistenciales de salud, para ahí dedicarse a la “Medicina Social”.
Por su sacrificio, entrega y vocación médica humanitaria, la gente pobre de la sierra le había asignado a Don Luis la elevada nominación náhuatl: Tatah doctorcito: noble y bondadoso papá-doctor.
No obstante los grandes reconocimientos de los indígenas, en el pueblo existían personas que en nada agradaba la presencia de un modesto ser con tantos méritos morales, porque su elevada calidad humana evidenciaba la mezquindad y miseria espiritual de ellos.
Ante las críticas, burlas e intrigas, Don Luis nada replicaba, sólo continuaba con su estilo de trabajo, lo cual hacía creer a sus detractores que el famoso Tatah doctorcito era de débil carácter, sumiso y cobarde; pero. . . cuan equivocados estaban, porque: !para los toros de Jaral, los caballos de allá mesmo!
Una tarde, el doctor Martínez cruzaba el jardín municipal. Iba como acostumbraba: vestido con traje oscuro (aún cuando hacía calor) ligeramente encorvado, pensativo en apariencia absorto de lo que acontecía en su entorno. Adelante, sentados en una de las mesas de la refresquería del kiosco, estaba un grupo de los clásicos chismosos e intrigantes que nunca faltan en la provincia (y también en las grandes ciudades). Al ver que se aproximaba tan “controvertido personaje”, iniciaron sus injuriosos comentarios:
-¡Ahí viene “Tatah doctorcito” tonto protector de los indios revoltosos y rebeldes de la sierra!
Los insidiosos rieron. Uno de ellos cuestionó: -¿Creen ustedes que en realidad sea el sabio médico que por ahí se dice. . .?
–¡Qué va hombre!–sugirió otro, quien al levantarse de la silla alardeó ante sus compañeros: -¡Ese vejete es un farsante que nada sabe de medicina, no pasa de ser un curandero yerbero! Y ahora se los demostraré. Dicho lo anterior, caminó hasta quedar frente a Don Luis, quien sorprendido se detuvo.
-Perdón “Don Lucho” que lo aborde de esta manera -dijo el imprudente personaje- pero tengo urgencia de su consejo médico sobre una serie de malestares que siento. ¿Podría usted ahora revisarme?
El doctor se percató de la fingida seriedad de su interlocutor y de la burlona expresión de sus amigos que fingían beber el refresco que tenían frente a ellos.
-¿No sería más conveniente que nos viésemos en mi consultorio para que le de un diagnóstico correcto? -plantó el médico.
-¡Por favor doctorcito, me urge conocer su valiosa opinión. . .!
Consciente Don Luis que no debía eludir la trampa que se le tendía, seguro de sí, aceptó el reto.
-Está bien, déjeme revisarlo –Indicó y fueron a una de las mesas que estaba desocupada y le pidió al solicitante sentase. De inmediato se reunieron a su alrededor el grupo de curiosos. Extrajo del maletín el estetoscopio y el manómetro y procedió a medir el pulso cardíaco, la presión arterial y a revisar el funcionamiento de la caja toráxica, en tanto escuchaba los síntomas que el supuesto paciente, con quejumbrosa voz exponía:
-Cada día, desayuno, como y meriendo y quedo como si no comiera; de igual manera, bebo agua, como si no bebiera; duerno como si no durmiera y “cago y meo” como si no lo hiciera. . . ¿Qué tengo? ¡Por favor dígamelo, se lo suplico doctorcito!
-Interesante caso clínico el de usted. . . –Afirmó el galeno- pero no se mortifique, ahora le daré un efectivo tratamiento para que desaparezcan esos terribles síntomas que me menciona.
El facultativo se separó del grupo, guardó sus aparatos y procedió a elaborar una receta, la que doblada mostró a quien había auscultado, pero antes de entregársela le dijo:
-Quiero comentarle que lo he atendido como un favor especial por la gravedad de sus síntomas y la urgente atención que su caso requiere; pero tendrá que pagarme cincuenta pesos por la consulta.
Obligado por morbosa curiosidad, el presunto achacoso pagó el importe solicitado por el doctor, quien luego, con calmo paso, continuó su travesía por el jardín, mientras el grupo de amigos apremiaban al “enfermo impostor” para que les permitiera enterarse del texto de la receta, la cual decía:
-“Si come, como si no comiera; si duerme como si no durmiera y defeca y orina como si no lo hiciera, es necesario que durante treinta días vaya a “chi…flar a la loma” como si no fuera. Si después del mes sigue con los mismos síntomas, tendrá que continuar indefinidamente con el tratamiento sugerido.
Don Luis Martínez ya había salido de la explanada municipal y caminaba por la acera de enfrente, cuando hasta él llegaron las estridentes carcajadas que procedían del kiosco del jardín.
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