jueves, 30 de octubre de 2008

SEMANA SANTA EN SEVILLA Y EN LA TARAHUMARA.

Por Jesús Pñerez Uruñuela
El padre salesiano de Juan Bosco, Javier Guzmán, sentado en el apolillado escritorio de la sacristía de una iglesia rural mexicana, viejo y enfermo, comentaba al crucifijo que sostenía con ambas manos, sus experiencias y vivencias de los lejanos tiempos en que estuvo en Chihuahua,México, como parte de un grupo evangelizador de los pueblos de la sierra tarahumara.
Con voz queda y pausada refirió al pequeño Cristo crucificado metálico, fiel compañero de su existencia sacerdotal:
-¿Recuerdas amado Jesús, que aquella noche, hace ya muchos, pero muchos años, íbamos en un destartalado vehículo?... Afuera, llovía y el deslumbre de los relámpagos dejaban ver tras los opacados cristales por el vaho de nuestras respiraciones, los irregulares paisajes y sinuosos caminos serranos que recorríamos. Entonces, atormentaban mi cabeza dudas respecto al objetivo de mi viaje por esas remotas regiones indígenas del norte de México... Al llegar a nuestro destino en las proximidades de la Barranca del Cobre de Chihuahua… ¡tu Cristo crucificado, fuiste testigo de mi desencanto y tristeza!
(Antes de la llegada de los sacerdotes, los rarámuris, más conocidos como tarahumaras (hombres de pies ligeros), habían dedicado su tiempo y esfuerzo a los preparativos de lo requerido para las festividades de la Semana Mayor, días que solo competían en importancia con el doce de diciembre, dedicado a la Guadalupana. Previo a las tres fechas santas, aquellos indígenas construyeron arcos con ramas de pinos, los que también fueron coronados con flores de la yuca (planta mística para ellos) y con otras silvestres. Las arcadas se colocaron atrás y en el frontis de la iglesia católica local. Asimismo, dispusieron otros arcos de verdes ramajes para el frente de las casas en donde se elaboraba con maíz molido y fermentado el “tesgüino”, bebida con alto contenido etílico, el cual, beberían los participantes en las ceremonias religiosas...
La noche que el padre Javier y los otros sacerdotes entraron al poblado tarahumara, sus habitantes les dieron caluroso recibimiento...
Aquellos indígenas de alargados cuerpos y rostros enjutos y lampiños, vestían una camisola suelta por afuera del taparrabo y en la frente llevaban un paliacate enrollado, del cual sus dos extremos caían a la espalda...
Después de alojarlos en la improvisada casa parroquial y de ofrecerles atole y otros bocadillos a base de maíz, los recién llegados fueron invitados a la bendición del templo.
El viejo salesiano seguía narrando: -A la media noche, acepté estar presente en aquella ceremonia porque no tuve otra opción. Los sacerdotes nos concentramos en el centro del amplio atrio, junto a una enorme cruz de madera, a donde llegó la persona nombrada chamán acompañada de otros tres indígenas. Aquel personaje traía en las manos unos olotes encendidos. Al tiempo que pronunciaba incompresibles palabras para mi, comenzó a caminar alrededor de la cruz. Al llegar al lugar en que él consideraba que correspondía a cada uno de los cuatro puntos cardinales, se detenía y levantaba los olotes para que el humo se esparciese en aquella dirección. En tanto, los tres indígenas que iban tras él, rociaban el suelo con el “tesgüino” en señal (según luego nos explicaron) que el maíz con el cual se había elaborado esa bebida, como producto de la tierra que era, regresaba entonces a ella purificado y espiritualizado. Este ritual se repitió tres veces…
-Pasada la media noche del jueves santo –continuó su monólogo el Padre Guzmán- abandonamos el atrio de la iglesia y todos nos retiramos a descansar. Mucha dificultad tuve para conciliar el sueño, porque de imprecisos lugares escuchaba el lejano y monótono sonar de tambores.
Al siguiente día, no había avanzado el sol sobre el cielo, cuando “los pintos” (tarahumaras con la piel coloreada con cal y tizne) en las afueras del poblado iniciaron una danza que habría de prolongarse hasta el mediodía del sábado, período en el cual no cesarían de beber abundante “tesgüiño”, bailar, reír y chismear con alegría, mientras los músicos tocaban sus tambores, violines y flautas...
En el transcurso del viernes, los danzantes trasladaban de un sitio a otro dos figuras humanas, elaboradas con madera y con hojas de pino (una femenina y otra masculina) que representaban una pareja de “judas”, identificada con los “chavochis”(*): dañinos seres para su pueblo y que al siguiente día habrían de ser quemados...
(*) Chavochis: hombres blancos con telarañas (barbas) en el rostro. Denominación que el tarahumara (forma castellanizada de la palabra rarámuri) le dio a los primeros españoles y que aún hoy aplica a quienes no pertenecen a su tribu.
Escandalosa, pagana e irreverente le pareció al Padre Javier aquellas manifestaciones (para él) “seudo religiosas” de los santos días de “la Pasión de Nuestro Señor”; sin embargo, nada comentó y con la indignación oculta en lo más profundo de su ser siguió de mudo testigo...
Como era de esperarse, la “tesgüinada” y el baile siguió durante la tarde y noche del viernes y se prolongó hasta el sábado, cuando al amanecer, los indígenas que representaban a los “soldados y a los fariseos” (versión local de moros y cristianos vestidos con chamarras y pantalones de mezclilla) estaban en los cerros cercanos enfrascados en simulados combates con palos: unos para aprehender al Cristo Mesías y los otros para defenderlo...
Al subir el Sol al cenit el Sábado de Gloria y Resurrección, de nuevo el atrio de la iglesia se llenó de tarahumaras para observar el baile de los “matachines”, que danzaban al rimo de un violín y de una guitarra...
Esa misma tarde, los arcos de pinos que habían sido colocados afuera de la iglesia, así como al frente de la casa en donde se elaboró el preciado “tesgüino”, fueron destruidos e incendiados en campo abierto. En esa misma hoguera se quemó la pareja de judas, par de monigotes que horas antes fueron objeto de ofensivos manoseos de parte de las mujeres y la chiquillada rarámuri. ¡Inocuo desquite por los múltiples atropellos recibidos de los abusadores chavochis!
-Con seguridad Jesús amigo mío, -agregó a sus comentarios el anciano Padre Guzmán al Cristo que sostenía entre sus temblorosas manos - está en tu memoria que en aquellos días te preguntaba: ¿a qué vengo a estos parajes alejados de mi España, si mi vocación es servirte a ti en mi propio país?
El sacerdote hablaba y hablaba, en tanto que el Cristo adherido a la plateada cruz lo escuchaba con frío mutismo:
-¡Qué enorme distancia me separaba entonces de mi hermosa Sevilla, en donde se celebra la Semana Santa con el sabor castizo de un pueblo que sí sabe venerar al Dios Redentor descendiente del Rey David y a su venerable progenitora, la Virgen María...!
Y a la mente del viejo sacerdote llegaron diáfanas imágenes de la Semana Santa sevillana:
Las congregaciones de la localidad, y muchas más de poblados cercanos, recorren las calles de Sevilla... Una vez que se transita un tramo prefijado, el mayordomo responsable de cada grupo peregrino, hace sonar el llamador para que las cuadrillas de costaleros que cargan sobre sus hombros las parihuelas con los pasos (esfinges representantes de Cristo o bien de la virgen) las pongan en el suelo como estación de descanso. Esos instantes son aprovechaos por los costaleros para refrescarse con el agua que en vasijas les llevan los hermanos denominados “aguao”. Vuelve a escucharse el ruido del “llamador” y con verdadera coordinación, al unísono, levantan y acarrean con rítmico balanceo las andas y continúa la peregrinación...
Entre el bullicio de los observadores y el sonido del “llamador” se escuchan las “saetas”: cantos de los peregrinos andaluces en los que, con prolongados fraseos y dolientes gemidos cruzan –cual flechas- el espacio, para referir breves locuciones invocadoras al Jesús sacramentado y a la doliente Virgen María...
Los “pasos” con los Cristos y las Vírgenes avanzan con ceremoniosa lentitud, seguidos por los “nazarenos”: disciplinantes vestidos con sotana y capa y las cabezas cubiertas con alargados capirotes, evocadores de los tiempos inquisitoriales de la vieja España...)
-“Te acuerdas Cristo de mi corazón -volvió a dirigirse el padre Guzmán al crucifijo- que allá en Chihuahua me imaginaba que andabas conmigo por la estrecha calle de las Sierpes... Al llegar a la Campana, sitio donde coinciden varias calles del centro de Sevilla- había tremenda “bulla” por el desordenado atasco de gente que venía e iba y eran tan tupidos los achuchones que recibíamos, que quedamos inmovilizados por el tumultuoso caos, en el cual, no faltaron los desvanecimientos de dos o tres obesas turistas, quienes, a la orilla de la avenida fueron atendías por los socorristas. Lo único que nos restó en aquellas apreturas fue recurrir a la paciencia del santo Job y a acceder a movernos con docilidad al deseo de la multitud... Y en la primera oportunidad, nos libramos de la multitud, al introducirnos al “Casino de los Señoritos” y rodearnos de los ancianitos del “Círculo de Labrador”, quienes en cómodos y apoltronaos asientos veían pasar el mar de gente rumbo a la “Puerta de Jerez” y a la “Puerta de Palos” para allá acceder a la Iglesia Catedral...
-¡Qué emoción la mía, cuando a las tres de la mañana, las farolas de la calle se apagaron y se abrió la puerta de la “Iglesia del gran Poder”... Tú Cristo amado, saliste iluminado por cuatro antorchas, cuyas llamas, al ser movías por el “aeresillo”, reflejaban sus resplandores en el gran brillante que colgaba de tu pecho como si tuviese luz propia... Y cómo olvidar aquel Domingo de Ramos, cuando con las palmas alzadas, los hermanos de “La Paz”, de “La Amargura” y de “El Amor”, a tu paso montado en la borriquilla, gritaban ¡Hosanna, hosanna...!
-¡Ay Sevilla, Hispalis romana, con tu antiguo y tradicional Barrio de la Santa Cruz y la enorme torre Giralda que se eleva hacia el azul cielo, cuánto te añoraba...!
¡Jueves Santo de la oración del huerto, en aquel tiempo sentía el barullo y saetas de la hermandad “Los Negritos”: gitanos peregrinos, quienes al atravesar el Guadalquivir por el Puente de Triana, hacen que sus siluetas portadoras de gruesas velas se reflejen en sus tranquilas aguas... ¡Viernes santo del vía crucis, de la crucifixión y de las siete palabras, también retumbaban en mis tímpanos los rezos y responsos de los hermanos de “Jesús del Gran Poder”, de la “Macarena” y de la “Esperanza de Triana”...! ¡Oh Sábado Santo, quería volver a estar entre la bulla provocada por las cofradías de las “Tres Caídas” de los de “la Trinidad” y de los de la “Soledá San Lorenzo”...
-Y al final de la Semana Santa, ¡cuántas personas con rostros mustios y tristes caminan de regreso a las iglesias, capillas o parroquias de sus barrios, después de haber participado en las trascendentales festividades religiosas, pero van con la paz interior de haber cumplio la estación de penitencia en la Santa Iglesia Catedral y con ello obtener el perdón divino a sus pecados y múltiples debilidades humanas! ¡Y cuánta nostalgia provoca esa “recogía”, porque el sevillano ha dejado –por el momento- de cantar y adorar a “ti resucitado Dios y a tu Bendita y Santa Madre”.
-Dios santo, que ahora como siempre me escuchas –habló con conmovida voz el viejo Padre Guzmán al crucifijo que continuaba entre sus escuálidas manos- a ti no puedo ocultar mis sentimientos, porque los conoces. En la remota época de mi juventud sacerdotal, el egoísta amor que te profesaba, cegaba mi entendimiento y comprensión. Como ahora, te amaba, pero entonces te quería solo para mí y hacía caso omiso a tu universalidad y que te manifiestas con generosidad de diversas formas a todo ser viviente. Por eso, entonces no alcancé a entender el fondo místico del habitante de aquellas abruptas regiones norteñas mexicanas. Aborrecía y despreciaba al tarahumara porque no conocía su hermosa naturaleza humana y porque no sabía de sus enormes virtudes morales. Tuvieron que transcurrir varios años para que entendiera y asimilara el significado de sus costumbres y tradiciones...
-Entre el barullo, aquellos indígenas bailan y beben el tesgüino sagrado (para ellos) licor del maíz, porque así lo aprendieron de sus antepasados y lo hacen con sincero fervor y convencimiento de que es la única manera de solicitar el perdón de sus culpas al Supremo Señor de los Cielos, así como que los ayude a superar las adversidades de su difícil subsistencia. Igualmente, en los santos días, los sevillanos, con profunda fe coplean, oran y participan en complicadas festividades religiosas para que se les conceda la indulgencia plenaria y que Dios los ayude a soportar “el valle de lágrimas” en que suponen estar. Luego –con sonada algarabía- con el tañido de una guitarra gaditana y los lamentos del cante jondo, beben vino en porrones, bailan y chismorrean en el parque de María Luisa y en otros lugares de la gran feria en que se convierte la Sevilla de tardes de toros, de manolas con mantones y peinetas y de romeros con sajones y sombreros anchos... ¿Acaso, en su esencia, no existen estrechas similitudes entre las celebraciones rarámuris y andaluzas?
El viejo presbítero, levantó el crucifijo y al besar con dulzura los clavados pies de la santa sacrificada imagen, la bañó con sus lágrimas y entre sollozos le imploró:
-¡Perdóname Señor Revivificado, porque entonces me cegaba la soberbia y el egoísmo! Después, con recuperada serenidad expresó: -Jesusito mío, a partir que me adentré en el mundillo espiritual de aquellos indígenas, pude amarlos, porque en cada uno de ellos sentí tu presencia: seres que iban (y continúan ahora) por los escarpaos terrenos, en eterno vía crucis con la cruz de la ignorancia, de la miseria, del hambre, de la explotación y de la incomprensión a cuestas y siempre con la única esperanza de que a través de sus “tesgüinadas” TU les concedas la expiación de sus faltas y solamente les brindes lluvia, con la cual asegurar su sustento diario. ¡No te piden más!
El anciano calló y después de colocar el crucifijo sobre la mesa, inclinó la cabeza, entrelazó fuertemente los dedos y al cerrar los ojos inició una silenciosa oración.

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