Por Jesús Pérez Uruñuela
En los orígenes del mundo, el planeta Tierra suspendió su proceso formativo para afirmar y luego preguntar a dos amibas primogénitas:
-Son ustedes el origen de la vida. Transcurridos los próximos cuatro mil millones de años, ¿qué habrán hecho?
La primera amiba respondió: -Yo, te embelleceré con abundante flora y poblaré con la más diversa fauna para constituir un ciclo vital auto renovador.
Y la Tierra sonrió satisfactoriamente.
Después, la misma amiba agregó:
-De mi materia surgirá la suprema obra de la creación: el hombre, quien hará sentir su señorío sobre las demás formas vitales existentes. Con su inteligencia, ese ser dominará el libre albedrío de los de su misma especie para establecer en toda la extención terráquea un sistema de vida altamente tecnificado asentado sobre concreto y acero. Pasado el tiempo, llevará al espacio sideral su “gloriosa civilización” y allá establecerá su residencia como el amo universal. Al alcanzar ese superior estatus, por considerar elementales las formas de vida que permaneciesen en la Tierra, con ese menospreciativo sentimiento, las destruirá para así convertirse él en la simiente de una generación de superhombres...
Al concluir la prolongada y aterradora exposición de aquel primitivo y microscópico protozoo, la Tierra quedó con un inocultable aspecto de tristeza y pesimismo reflejados en su vaporizada superficie; y escuchó a la segunda amiba, la que con firmeza y sereno tono expresó:
-Dentro de cuatro mil millones de años, yo permaneceré en tus entrañas en mi actual estado de amiba; entonces, tú habrás de indicarme cómo deseas que desarrolle mi capacidad creadora de la vida.
La Tierra sintió que una brisa de esperanza pegaba sobre su aún caliente estructura mineral y con renovado entusiasmo reanudó sus trabajos de distribución de los mares y de los continentes.
jueves, 30 de octubre de 2008
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