jueves, 30 de octubre de 2008

La viuda negra.

Por Jesús Pérez Uruñuela
Recorriendo su tela,
esta luna clarísima
tiene a la araña en vela.
Jaikái de José Juan Tablada

CUANDO la señora Irma Rossini bajaba las escaleras de la estación Metro Tasqueña, aceleró su paso al ver que el convoy de vagones se estacionaba frente al anden, entonces lleno de personas que esperaban abordarlo.
Las puertas corrieron lateralmente y la avalancha de usuarios se precipitó al interior de los vagones en una desaforada competencia por alcanzar un lugar donde sentarse.
Un prolongado sonido de alarma se escuchó previo a que las puertas se cerraran. Después de un suave jalón, el tren se deslizó por la vía de la estación y continuó por la calzada de Tlalpan con destino hacia el norte de la ciudad de México.
Aquel vagón estaba repleto de pasajeros indiferentes y ensimismados en el mundo interior de cada uno.
La señora Rossini que iba en uno de los asientos de adelante, no era la excepción. Aparentemente miraba a través de la ventana los transeúntes que caminaban en las banquetas o los anuncios espectaculares colocados sobre los edificios.
Cuando el tren entró en la estación Ermita y por un breve momento se detuvo, nadie subió, porque no había espacio. Quienes no pudieron entrar, vociferaban y manoteaban con molesta actitud.
Doña Irma, (ama de casa y madre de dos pequeños niños, estaba casada con un buen hombre de ascendencia italiana y propietario de un modesto negocio de refacciones automotrices) Ella trabajaba en su casa para ayudar al gasto familiar y aquella ocasión se dirigía al consultorio de su doctora oncóloga.
De nuevo el tren se puso en movimiento y los edificios y casas parecieron desplazarse hacia atrás con velocidad. La señora Rossini absorta en sus pensamientos ignoraba lo qué sucedía adentro y afuera del vagón. En esa ocasión no se distraía, como solía hacerlo, en observar las actitudes, estados de ánimos y comportamientos de los demás pasajeros, en pretender adivinar los pensamientos de cada uno de ellos, en calcular los tiempos de traslado entre una y otra estación y duración de la estadía del tren en cada una de ellas. Esa vez, el repetitivo valseo del tren y el monótono ruido del golpeteo y roce de las llantas sobre los rieles; así como el congestionamiento del tránsito matutino a la altura de San Antonio Abad, tampoco la distrajo; sólo estaba atenta en no pasarse de la “estación Pino Suárez” para luego trasbordar al tren que la llevaría a la “estación Chapultepec”.
Antes de abordar el metro, había dejado a tiempo a sus hijos en la escuela. A medida que el tren avanzaba, revisaba el certificado médico, las copias de los resultados de los análisis de la sangre y de la “tomografía” que entregaría a la Oncóloga. . . y esperaba que esa mañana a primera hora, su esposo hubiera hecho el depósito en el banco para respaldar el cheque con que pagaría la consulta. Y deseaba que él la alcanzara en el consultorio, porque estaba muy nerviosa y no quería gastar en un taxi en el regreso a casa. Además, entre las atropelladas reflexiones que pasaban por su cerebro, se decía a sí misma:
-Aparte de atender la casa, a mi marido y a los niños; tengo que trabajar por las mañanas para ayudar al gasto; y el colmo. . . los graves problemas de salud que tengo. . . ¡Dios mío, por qué tanto ajetreo. . .! Me parezco a las abejas, esos animalitos que todo el santo día vuelan y vuelan para llevar néctar y polen al panal y a nadie le importa. . .
En los mismos instantes que la señora Rossini bajaba y subía escaleras en la estación Pino Suárez, en el extremo opuesto de la ciudad, en una residencia del Pedregal, una sirvienta vestida con impecable uniforme gris y blanco mandil, a paso lento por la escalera de mármol subía una charola con una jarra de té, un vaso de jugo de naranja, dos rebanadas de pan tostado, mermelada y el periódico matutino. Al llegar al vestíbulo superior, sin tocar la puerta se introdujo a una espaciosa habitación.
En el interior de la recámara, frente a uno de los muros había un amplio mueble de madera con una televisión encendida en un canal de noticias; la indispensable “casetera” y un equipo modular de sonido. Asimismo, el resto del espacio se llenaba con numerosos libros y revistas.
En el otro lado de la habitación, estaba una amplia cama “king side” vacía, cubierta con desacomodadas blancas sábanas de lino y una gruesa colcha de colores oro y negro. En un costado del lecho, sobre el buró una lámpara permanecía encendida y un reloj digital marcaba el constante cambio de minutos, junto a un teléfono inalámbrico.
La mucama, dejó la charola sobre una pequeña mesa cerca del ventanal, desde el cual se veía la terraza, el jardín y la alberca. Antes de retirarse, se acercó a la puerta que comunicaba con el cuarto de vestir y baños anexos y dijo:
-Buenos días doctora, le traje su desayuno y el periódico. . .
-“Buenos Ofe”. . . Gracias. . . – se escuchó del otro lado de la puerta. También se oyó: - ¿Ya salió “Junior” mi hijo al colegio?
-Si señora, - respondió “Ofe” -como siempre el chofer lo llevó a la escuela y allá aguardará para regresarlo a casa. Por cierto, su coche ya está listo y Juan su chofer, está en espera de Usted.
La sirvienta, se retiró de la habitación en el momento en que sonaba el teléfono.
La puerta de la trasalcoba se abrió y salió una mujer vestida con sobria elegancia, quien de inmediato llenó el espacio con la fragancia del parfum Joy. Con ligereza deslizó sus descalzos pies sobre la mullida alfombra para llegar al “inalámbrico” a contestarlo. Al tiempo que dijo –“Hello”, se sirvió una taza de té y respondió:
-Si, habla la Doctora S. . . Mientras escuchaba, dio un largo sorbo al té. Después, comentó: -“Estoy por salir a mi consultorio. . . Como no. . . dígale al señor Secretario que “encantada”, yo (enfatizó) personalmente atenderé a su recomendada. . . Permítame tomar nota. . . Dejó la taza sobre la charola y tomó una pluma con la cual escribió en una carpeta de apuntes que tenía cerca. Finalmente se despidió: Por favor señorita, tenga la amabilidad de saludar “muy afectuosamente de mi parte” al Señor Licenciado. . . De nada. . . Adiós. Lentamente apagó el teléfono y lo colocó en la mesa junto a la charola. Se sentó, y mientras desayunaba, leyó el periódico.
La Doctora S. . ., aún cuando era una mujer de 35 años, aparentaba menor edad. De color blanco perlina era su piel. Tenía un rostro de finas facciones con azules ojos y una larga cabellera de intensas tonalidades rubios y dorados, que regularmente usaba recogida con una trenza que caía por la espalda, entrelazada con un listón o un estambre de vivo color.
Por ser de mediana estatura y delgada complexión, así como por vestir regularmente ropa negra de luto (su esposo había fallecido tres meses antes) tenía un aspecto de sensual y enigmática fragilidad.
Su difunto esposo (segundo matrimonio) fue un rico extranjero de avanzada edad, perdidamente enamorado de ella. Aún cuando aparentaba buena salud, murió ahogado en el “jacussi” al tener un infarto en el miocardio. El primer marido, con las mismas características personales del segundo, en forma inexplicable cayó de la terraza de la recámara y al chocar contra el suelo, se desnucó.
Por las fatales y desafortunadas coincidencias en que perecieron los dos cónyuges, no faltó algún “mal intencionado” en llamarla "viuda negra".
Pese a esos insidiosos comentarios y a lo reciente de la segunda viudez, la doctora era insistentemente cortejada por el alto funcionario del gobierno (obviamente rico, de apellidos extranjeros y sin compromiso, pues también era viudo) que aquella mañana le recomendó, a través de su secretaria, atender a una tía suya que padecía cáncer.
La acreditada oncóloga, con calma desayunó, al tiempo que revisaba el estado de sus acciones en la bolsa de valores y se enteraba de las últimas cotizaciones del dólar. Luego realizó varias y prolongadas llamadas telefónicas, con importantes colegas suyos para solicitarles apoyo a sus pretensiones de obtener una posición preponderante en la organización médica nacional, que en el futuro, le serviría de plataforma para aspirar a desarrollar varios proyectos rentables (para ella) en coordinación con el sector salud gubernamental, lo cual consideraba factible, dada “la alta estima” que uno de los altos funcionarios de aquella dependencia le profesaba.
Finalmente, con meticulosidad recorrió con sus nostálgicos y melancólicos ojos las hojas de un expediente relacionado con la herencia de su difunto esposo, el que llevaría a su abogado antes de llegar a su consultorio.
Se calzó los zapatos y salió.

(Acaso una mujer de aspecto frágil y vulnerable, no tiene derecho a tejer un futuro firme y estable, como lo hacen las arácnidas (específicamente las llamadas viudas negras), las que entrelazan finos hilos de seda hasta formar una espesa tela, en cuyo centro - con apariencia inofensiva- se acurrucan en espera de que llegue un macho a cortejarla y a hacerle el amor (aunque después lo devoren). Además, qué tiene de impropio el que esas “personitas” canalicen el dolor de su viudez en engullir a los seres que caen en sus redes.)


En tanto la doctora planeaba (urdía) su futuro, la señora Irma Rossini, era transportada por los oscuros túneles del “Metro” y llegó a la “parada Chapultepec”. Cerca de ahí, a dos cuadras, estaba el moderno edificio, en cuyo pent house daba consulta la oncóloga.
Doña Irma, ascendió por el elevador. En el último piso entró al área de recepción, al fondo de la cual, estaban la secretaria, el médico pasante adjunto y una enfermera. En cómodos sillones varios pacientes esperaban sentados. De inmediato fue con la recepcionista a entregar los resultados de sus análisis y a anunciarse.
Eran las once de la mañana; la hora de su cita. En la lista de reservaciones, había tres pacientes antes que ella y la oncóloga S. . . no estaba. Se le informó que el retraso se debía a que “tuvo que atender de emergencia a un enfermo; pero que ya estaba por llegar”
La señora Rossini se acomodó al costado de un matrimonio de personas mayores, quienes, con manifiesta angustia reflejada en sus rostros se asían de la mano. También aguardaban varias señoras que - con turbantes- cubrían la calvicie que les había ocasionado los tratamientos de quimioterapia. Una de ellas, con aparente despreocupación, hojeaba una revista. También un niño de triste mirada, acompañado de su madre, llevaba una gorra por el mismo motivo que las otras tres damas.
El tecleo de la máquina de escribir y una suave música era lo único que se escuchaba. Nadie hablaba y seguramente todos coincidían que aquella estancia de espera en nada podría diferenciarse de lo que fuese el purgatorio: lugar en donde las almas deficientemente purificadas expían sus pecados

(¡Pobre abeja y desdichados otros insectos que movían las alas sin poder volar. . .! ¡No sabían que estaban atrapados en los hilos de una telaraña¡ Pero, ¡cuidado, que la viuda negra se aproximaba!)

El “cadillac” de la canceróloga, antes de llegar a la “Fuente de Petróleos”, abandonó el “Periférico” y se desvió a la derecha por un pasaje arbolado, para seguir por el Paseo de la Reforma. Adelante del Auditorio Nacional y antes del Museo de Antropología, volteó a la izquierda y pronto arribó a su destino.
El elegante vehículo se estacionó en el sótano del edificio y la doctora descendió para abordar el elevador.
En el pent house las puertas del elevador se abrieron y la oncóloga atravesó la estancia de espera con paso acelerado y en forma directa se introdujo en su despacho, no sin antes pronunciar unos “buenos días”. De inmediato procedió a revisar la programación de pacientes que atendería ese día. Ordenó al médico adjunto y a la enfermera que condujeran a los cuartos anexos a quienes se les aplicaría la quimioterapia (las tres mujeres y el niño); luego iría a hablar con ellos.
Una vez que el médico y la enfermera salieron del despacho, la secretaria entregó a la doctora, el reporte del saldo de una cuenta bancaria a nombre suyo del mes anterior que llegó con la correspondencia. En ese documento observó una serie de depósitos a su cuenta, efectuados en diversas fechas, que ella identificó como los ingresos que le correspondían en la operación de un laboratorio y de una farmacia especializada en substancias químico terapéuticas, de los cuales era copropietaria y que obviamente, siempre recomendaba a sus pacientes. Al ver el importe del saldo, expresó irritada:
-¡No es posible, esas cifras deben estar mal, pues son muy bajas, yo calculé un saldo mayor a mi favor! ¡Toma. . . – dio una hoja a la secretaria- esos son mis ingresos, cotéjalos con los de cada laboratorio y farmacia. . .
Cerca de las dos de la tarde el esposo de la señora Rossini llegó al consultorio y pudo entrar con ella a la entrevista. A esa hora la sala de espera seguía llena.
Ya adentro, el matrimonio Rossini observaba expectante a la Doctora S..., quien inmutable leía los resultados de los análisis y estudios y revisaba contra la luz las placas tomográficas.
-¿Cuál es su diagnóstico. . .? – preguntó con timidez el señor Rossini.
“La facultativa” de momento nada contestó, seguía con la vista fija en la lámina. Después de un instante, con calma la colocó sobre el escritorio y comentó:
-El sesenta u ochenta por ciento de las formaciones cancerígenas son benignas. Así, no deben temer, pues los casos que llamamos malignos, si se atienden oportunamente, son curables. Sin embargo, su estudio mastográfico (de la mama), señora Irma, revela que en el seno no operado se presentan calcificaciones que debemos atender de inmediato. . . Pero no anticipemos diagnósticos sin antes contar con más elementos. . . Primero, tendremos que hacer una biopsia de la parte afectada de la mama y de acuerdo al resultado de la misma veremos qué hay por hacer. . .
-Seguramente me quitarán el otro seno para después destazarme, porque debo estar invadida de cáncer. . . – irrumpió la señora Rossini y comenzó a llorar.
-Por favor “madrecita”, ya hemos hablado que es muy importante conservar la ecuanimidad ante su situación, pues la angustia y la depresión son factores que complican su padecimiento – dijo la doctora con la intención de tranquilizarla, sin obtener el resultado deseado, pues la señora Rossini renegó de su mala suerte y del abandono de Dios, pues no se explicaba la causa de su enfermedad. No era drogadicta, fumadora o alcohólica; además, no se asoleaba y su alimentación siempre fue sana. Por eso, no cesaba en preguntarse: -“¿Por qué a mí?”
La oncóloga se levantó y con un “discúlpenme un momento” salió del despacho; ocasión que aprovechó para recorrer los cuartos en donde se aplicaba la quimioterapia a otros pacientes.
Al regresar “la profesional” al despacho, la señora Rossini estaba calmada, lo que aprovechó para recomendarle tuviera fe en ella. También le planteó:
-En el caso suyo, señora Rossini, quiero poner a su parecer lo que considero más recomendable: como medida preventiva, sugiero iniciar un tratamiento con otras substancias (no quiso usar la palabra quimioterapia) que –muy posiblemente- nos den efectos regresivos del mal. Periódicamente analizaremos la sangre para que no se nos vengan abajo las plaquetas, los glóbulos rojos y blancos. También será necesario, claro después de un “tiempecito razonable”, hacerle la mastografía (radiografía del seno) y un ultrasonido mamario para ver como evolucionan las calcificaciones. Más adelante, será el momento de la “tomografía computarizada ósea”, para prever algún posible caso metastásico (cáncer en otras partes del cuerpo). Ahora bien si ustedes lo aceptan, pienso en que es prudente –a corto plazo- hacer una pequeña incisión en la parte infectada del seno; y de acuerdo al resultado de la biopsia, decidir si procede o no su extirpación (mastotomía)
La paciente nada comentó. Se sentía inerte, abrumada, atrapada.
-Doctora – preguntó el preocupado y atosigado marido- ¿cuánto costará “eso” que nos sugiere? Usted conoce lo crítico de nuestra situación económica en que quedamos por los gastos que nos ocasionaron la hospitalización, la cirugía, los tratamientos y otros más que no recuerdo. . .
La especialista, sintió que era el momento oportuno para dejar establecido que ella era la mejor opción médica para llevar el control del tratamiento oncológico y que ellos tendrían que aceptar sus condiciones al costo que fuese. Así expuso su ultimátum:
-Ustedes mejor que nadie, saben que la curación en contra del cáncer es cara y tarda. Pero cuando se puede hacer el gasto y el sacrificio que implica, bien vale la pena, porque está de por medio la salud, la vida y la felicidad de la familia. Una cosa les aseguro: en lo que a mí respecta, por un tiempo, les mantendré fija la tarifa que hasta hoy les he cobrado por consulta, aunque a partir de mañana la aumentaré. También, les aseguro seriedad y atención profesional en su caso, el que conozco a la perfección, porque lo he manejado desde el principio. Piensen bien lo que hemos hablado. Si aceptan lo que les propongo, comuníquenmelo, para que de inmediato iniciemos la medicación. Y no olviden que el tiempo es nuestro amigo, pero también puede ser. . . enemigo.

El matrimonio Rossini, obviamente aceptó la propuesta de la galena. Luego discutirían cómo obtener los recursos para pagar los nuevos gastos hospitalarios y médicos: ¿con la hipoteca de su modesto departamento...? ¿Y si vendiesen la refaccionaria, de qué vivirían?
Cuando los pacientes salían del pent house por el elevador, sentían sus espíritus unidos por la fe común en que se presentaría el milagro de la curación; pero. . . también se retiraban del consultorio con el irrevelable temor (o pánico) de que su deseo de vivir estuviera atrapado en una red tejida con los irrompibles hilos de la vana esperanza.
(La telaraña estaba llena de insectos atrapados. La viuda negra, se saboreaba con tan apetitosos manjares, y se decía: ¿con cual iniciaré el banquete de este día?. . . De pin, marín, de don pingué, cúcara mácara. . .)

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