Costumbres ancestrales del norte de Cuernavaca
Por Jesús Pérez Uruñuela
En los últimos días de mayo o principios de junio, por las barrancas de la Sierra del Ajusco, bajaban a los poblados de Santa María, Chamilpa, Ocotepe y Ahuatepec vientos, que (según se creía) eran la forma en que se manifestaban los llamados “señores de los aires”: míticos personajes de caprichoso comportamiento, relacionados con Ehécatl, dios del viento, los cuales resultaban beneficiosos o perjudiciales, según las atenciones que les brindasen los labriegos.
Durante la temporada de siembra, debía tenerse dispuestos para esos “eólicos seres -en carácter de ofrendas- los mismos alimentos y bebidas que habrían de consumir los agricultores. Además, nadie se atrevía a comenzar a comer sin antes desearles “buen provecho” o a beber sin el previo “salud” que obligan las buenas costumbres. De no ser así, “tan especiales visitantes” podrían sentirse ofendidos y dedicarse a hacer travesuras y maldades.
Si los campesinos veían que los ramajes de los árboles se movían por efecto del viento, comentaban “teyeifantin”: “aquí van ellos”... Ante la presencia de violentos ventarrones, exclamaban con temor “na mila ixigame”: ¡Ya se lo llevaron...!, o bien “yaxiga goatl (coatl)”: ¡Es un viento culebra!
A “los aires” se les manifestaba un respeto impregnado de temor, porque –en ocasiones para impedir herir su susceptibilidad- se evitaba pronunciar su nombre o llamarlos con prudente ambigüedad como “ellos”
En el mes de agosto eran frecuentes las tormentas eléctricas y las torrenciales lluvias; entonces, el labrador del norte del Municipio de Cuernavaca debía “convivir” con otras deidades: los ahuaque “señores del agua” llamados localmente “avaque”.
De acuerdo a las crónicas de los primeros clérigos que llegaron a Nueva España durante la conquista, se identifican los ahuaques con los tlaloques: auxiliares del dios Tláloc, encargados de transportar por el cielo enormes vasijas de barro con agua, las que al romperlas producían el estruendoso tronar y el rayo; luego, el valioso líquido se precipitaba sobre la tierra. A esos espíritus, también se les pedía cuidaran de la sementera, protegiéndola del ataque de animales roedores (ardillas, ratas, tejones...)
Antiguamente, los pueblos náhoas, en lo que hoy es el mes de diciembre, celebraban la fiesta ceremonial denominada Atemoztli (caída de las aguas), la cual tenía las siguientes características:
“Cuando (el cielo) comenzaba a tronar, los sátrapas (sacerdotes) de los tlaloques con gran diligencia ofrecían copal y otros perfumes a sus dioses... decían que entonces venían para dar agua... absteníanse los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres... (también) cortaban tiras de papel (amate) y atábanlas a unos varales desde abajo hasta arriba, e hincábanlos en los patios de sus casas...” (Sahagún Cap.XVI)
Asimismo, entonces ofrecían a los dioses calabazas y frijoles conocidos como ayocotli (ayocotes) que al final de las celebraciones eran comidos por los participantes a las mismas.
A principios del siglo XX, en el norte de la actual Cuernavaca, la costumbre anterior tuvo modificaciones: para halagar a los “pluviales ahuaques”, los campesinos encargaban a un curandero que colocara en medio del campo de cultivo una cruz alta adornada con flores. Junto a ella –antes de que el Sol alcanzase el cenit- se ponía una ofrenda consistente en juguetes, mole verde o rojo con pollo guisado sin sal, con panes, frutas rojas, utensilios de barro. No faltaba en la oblación, el licor, así como los cigarros o puros, dispuestos sobre un pliego de papel de china rojo extendido.
Si bien la cruz colocada en las milpas serranas tenía un simbolismo cristiano, también es posible que poseyese antiguas reminiscencias tlahuicas, porque, para esos pueblos prehispánicos, la cruz representaba -entre otros conceptos- el cruce de dos líneas formadas por el movimiento de dos elementos fundamentales para la agricultura: el diario trayecto del Oriente al Poniente del Sol y el curso que siguen los vientos del Norte al Sur.
En la víspera del veintiocho de septiembre (día de la fiesta de San Miguel) se recolectaba el pericón floreado, y con él se elaboraban pequeñas cruces, las cuales eran colocadas –para cubrir los cuatro rumbos del mundo- en las esquinas de la milpa y del panteón, así como en las puertas de las casas, con el propósito de impedir se introdujera “El espíritu malo o diablo” y al día siguiente, San Miguel Arcángel pudiera bendecir las primeras mazorcas tiernas de los maizales. A partir de entonces, la gente disfrutaba de “tamaladas y elotizas” realizadas con mazorcas de maíz tierno.
Cabe agregar que en la época precolombina, el surgimiento de los primeros elotes en las milpas, también era festejado por los “macehuales” de entonces. Ellos tomaban las mazorcas tiernas y las llevaban a unos altares ubicados en lo alto de los cerros. Allá, encendían una candela e incienso en honor de Xiuhtecuhtli, (dios del fuego) no sin antes ofrecerle el sacrificio de una gallina, tamales y una jícara de pulque. Después de ser rociados con mehtli (pulque) los elotes eran asados junto con la gallina. Al comer lo ofrendado a los dioses, los antiguos mexicanos festinaban los primeros frutos de la siembra.
Los pueblos de la antigüedad estaban conscientes que los vientos y la lluvia, así como la luz solar, eran parte de un proceso meteorológico cíclico de reintegración y renovación en el cual, el Sol (Tonatiuh) con sus ardientes rayos, hace que diminutas gotas del mar y de los lagos suban al cielo para que Ehécatl, dios del viento, con su soplo las empuje hasta que de nuevo se reintegren a las nubes que están sobre los cerros (donde reside Tlaloc) y allá, el agua esté presta para convertirse en lluvia que luego volverá a caer sobre la tierra, lagos y mares.
Además de en el norte de Cuernavaca, en otras regiones del Estado de Morelos realizaban ceremonias especiales al viento y a la lluvia. Una de ellas es el municipio de Jiutepec, en donde “los chaneques y las nubes”, en el mes de agosto (cuenta la tradición) vigilaban celosamente que los habitantes de la localidad (dirigidos por siete mayordomos) les ofrecieran sabrosos manjares, alegre música, vistosos bailes y sonoros “cuetones”, para que decidieran retirarse y también estuvieran dispuestos a reaparecer con productivas lluvias en el siguiente período agrícola.
El paso del tiempo y “la modernidad” han diluido entre las nuevas generaciones la importancia de las viejas tradiciones. La juventud de hoy (herederos de un rico pasado histórico) prefieren celebrar las festividades religiosas y agrícolas con bailes francachelas amenizados con estridente música de altísimos decibeles difundidas por espectaculares bocinas.
Pese a que actualmente domina la alta tecnología, la cibernética y la tan referida “globalización”, los habitantes de Cuernavaca y de otros lugares, se asombran con las impredecibles variaciones en el clima y en los calendarios pluviales, así como con la presencia de violentos vientos y tormentosas lluvias que arrasan bienes y acaban –inclusive- con vidas humanas. Los expertos en la materia achacan tales fenómenos a los llamados efecto del “Niño” y de la “Niña”... Pero... acaso ¿No será que los “Señores del Aire y de las Aguas” así muestran su inconformidad y enojo porque ya no se les colocan en los altos del “cerro” las cruces y las ofrendas de comida y de bebida que antiguamente se les proporcionaba con tanto respeto y consideración?
Fuentes:
Relatos de Fidencio Juárez Rosales, Pedro Rosales Aguilar y Domingo Díaz Balderas.
Historia General de las cosas de la Nueva España.- Fray Bernardino de Sahagún.
Histroria de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme. Fray Diego Durán.
Tamoanchán y Tlalocan.- Alfredo López Agustín.
Las fiestas del Agua. Publicación de la Dirección de Educación Recreación y patrimonio Cultural del H. Ayuntamiento de Jiutepec, Morelos.
En los últimos días de mayo o principios de junio, por las barrancas de la Sierra del Ajusco, bajaban a los poblados de Santa María, Chamilpa, Ocotepe y Ahuatepec vientos, que (según se creía) eran la forma en que se manifestaban los llamados “señores de los aires”: míticos personajes de caprichoso comportamiento, relacionados con Ehécatl, dios del viento, los cuales resultaban beneficiosos o perjudiciales, según las atenciones que les brindasen los labriegos.
Durante la temporada de siembra, debía tenerse dispuestos para esos “eólicos seres -en carácter de ofrendas- los mismos alimentos y bebidas que habrían de consumir los agricultores. Además, nadie se atrevía a comenzar a comer sin antes desearles “buen provecho” o a beber sin el previo “salud” que obligan las buenas costumbres. De no ser así, “tan especiales visitantes” podrían sentirse ofendidos y dedicarse a hacer travesuras y maldades.
Si los campesinos veían que los ramajes de los árboles se movían por efecto del viento, comentaban “teyeifantin”: “aquí van ellos”... Ante la presencia de violentos ventarrones, exclamaban con temor “na mila ixigame”: ¡Ya se lo llevaron...!, o bien “yaxiga goatl (coatl)”: ¡Es un viento culebra!
A “los aires” se les manifestaba un respeto impregnado de temor, porque –en ocasiones para impedir herir su susceptibilidad- se evitaba pronunciar su nombre o llamarlos con prudente ambigüedad como “ellos”
En el mes de agosto eran frecuentes las tormentas eléctricas y las torrenciales lluvias; entonces, el labrador del norte del Municipio de Cuernavaca debía “convivir” con otras deidades: los ahuaque “señores del agua” llamados localmente “avaque”.
De acuerdo a las crónicas de los primeros clérigos que llegaron a Nueva España durante la conquista, se identifican los ahuaques con los tlaloques: auxiliares del dios Tláloc, encargados de transportar por el cielo enormes vasijas de barro con agua, las que al romperlas producían el estruendoso tronar y el rayo; luego, el valioso líquido se precipitaba sobre la tierra. A esos espíritus, también se les pedía cuidaran de la sementera, protegiéndola del ataque de animales roedores (ardillas, ratas, tejones...)
Antiguamente, los pueblos náhoas, en lo que hoy es el mes de diciembre, celebraban la fiesta ceremonial denominada Atemoztli (caída de las aguas), la cual tenía las siguientes características:
“Cuando (el cielo) comenzaba a tronar, los sátrapas (sacerdotes) de los tlaloques con gran diligencia ofrecían copal y otros perfumes a sus dioses... decían que entonces venían para dar agua... absteníanse los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres... (también) cortaban tiras de papel (amate) y atábanlas a unos varales desde abajo hasta arriba, e hincábanlos en los patios de sus casas...” (Sahagún Cap.XVI)
Asimismo, entonces ofrecían a los dioses calabazas y frijoles conocidos como ayocotli (ayocotes) que al final de las celebraciones eran comidos por los participantes a las mismas.
A principios del siglo XX, en el norte de la actual Cuernavaca, la costumbre anterior tuvo modificaciones: para halagar a los “pluviales ahuaques”, los campesinos encargaban a un curandero que colocara en medio del campo de cultivo una cruz alta adornada con flores. Junto a ella –antes de que el Sol alcanzase el cenit- se ponía una ofrenda consistente en juguetes, mole verde o rojo con pollo guisado sin sal, con panes, frutas rojas, utensilios de barro. No faltaba en la oblación, el licor, así como los cigarros o puros, dispuestos sobre un pliego de papel de china rojo extendido.
Si bien la cruz colocada en las milpas serranas tenía un simbolismo cristiano, también es posible que poseyese antiguas reminiscencias tlahuicas, porque, para esos pueblos prehispánicos, la cruz representaba -entre otros conceptos- el cruce de dos líneas formadas por el movimiento de dos elementos fundamentales para la agricultura: el diario trayecto del Oriente al Poniente del Sol y el curso que siguen los vientos del Norte al Sur.
En la víspera del veintiocho de septiembre (día de la fiesta de San Miguel) se recolectaba el pericón floreado, y con él se elaboraban pequeñas cruces, las cuales eran colocadas –para cubrir los cuatro rumbos del mundo- en las esquinas de la milpa y del panteón, así como en las puertas de las casas, con el propósito de impedir se introdujera “El espíritu malo o diablo” y al día siguiente, San Miguel Arcángel pudiera bendecir las primeras mazorcas tiernas de los maizales. A partir de entonces, la gente disfrutaba de “tamaladas y elotizas” realizadas con mazorcas de maíz tierno.
Cabe agregar que en la época precolombina, el surgimiento de los primeros elotes en las milpas, también era festejado por los “macehuales” de entonces. Ellos tomaban las mazorcas tiernas y las llevaban a unos altares ubicados en lo alto de los cerros. Allá, encendían una candela e incienso en honor de Xiuhtecuhtli, (dios del fuego) no sin antes ofrecerle el sacrificio de una gallina, tamales y una jícara de pulque. Después de ser rociados con mehtli (pulque) los elotes eran asados junto con la gallina. Al comer lo ofrendado a los dioses, los antiguos mexicanos festinaban los primeros frutos de la siembra.
Los pueblos de la antigüedad estaban conscientes que los vientos y la lluvia, así como la luz solar, eran parte de un proceso meteorológico cíclico de reintegración y renovación en el cual, el Sol (Tonatiuh) con sus ardientes rayos, hace que diminutas gotas del mar y de los lagos suban al cielo para que Ehécatl, dios del viento, con su soplo las empuje hasta que de nuevo se reintegren a las nubes que están sobre los cerros (donde reside Tlaloc) y allá, el agua esté presta para convertirse en lluvia que luego volverá a caer sobre la tierra, lagos y mares.
Además de en el norte de Cuernavaca, en otras regiones del Estado de Morelos realizaban ceremonias especiales al viento y a la lluvia. Una de ellas es el municipio de Jiutepec, en donde “los chaneques y las nubes”, en el mes de agosto (cuenta la tradición) vigilaban celosamente que los habitantes de la localidad (dirigidos por siete mayordomos) les ofrecieran sabrosos manjares, alegre música, vistosos bailes y sonoros “cuetones”, para que decidieran retirarse y también estuvieran dispuestos a reaparecer con productivas lluvias en el siguiente período agrícola.
El paso del tiempo y “la modernidad” han diluido entre las nuevas generaciones la importancia de las viejas tradiciones. La juventud de hoy (herederos de un rico pasado histórico) prefieren celebrar las festividades religiosas y agrícolas con bailes francachelas amenizados con estridente música de altísimos decibeles difundidas por espectaculares bocinas.
Pese a que actualmente domina la alta tecnología, la cibernética y la tan referida “globalización”, los habitantes de Cuernavaca y de otros lugares, se asombran con las impredecibles variaciones en el clima y en los calendarios pluviales, así como con la presencia de violentos vientos y tormentosas lluvias que arrasan bienes y acaban –inclusive- con vidas humanas. Los expertos en la materia achacan tales fenómenos a los llamados efecto del “Niño” y de la “Niña”... Pero... acaso ¿No será que los “Señores del Aire y de las Aguas” así muestran su inconformidad y enojo porque ya no se les colocan en los altos del “cerro” las cruces y las ofrendas de comida y de bebida que antiguamente se les proporcionaba con tanto respeto y consideración?
Fuentes:
Relatos de Fidencio Juárez Rosales, Pedro Rosales Aguilar y Domingo Díaz Balderas.
Historia General de las cosas de la Nueva España.- Fray Bernardino de Sahagún.
Histroria de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme. Fray Diego Durán.
Tamoanchán y Tlalocan.- Alfredo López Agustín.
Las fiestas del Agua. Publicación de la Dirección de Educación Recreación y patrimonio Cultural del H. Ayuntamiento de Jiutepec, Morelos.
Durante la temporada de siembra, debía tenerse dispuestos para esos “eólicos seres -en carácter de ofrendas- los mismos alimentos y bebidas que habrían de consumir los agricultores. Además, nadie se atrevía a comenzar a comer sin antes desearles “buen provecho” o a beber sin el previo “salud” que obligan las buenas costumbres. De no ser así, “tan especiales visitantes” podrían sentirse ofendidos y dedicarse a hacer travesuras y maldades.
Si los campesinos veían que los ramajes de los árboles se movían por efecto del viento, comentaban “teyeifantin”: “aquí van ellos”... Ante la presencia de violentos ventarrones, exclamaban con temor “na mila ixigame”: ¡Ya se lo llevaron...!, o bien “yaxiga goatl (coatl)”: ¡Es un viento culebra!
A “los aires” se les manifestaba un respeto impregnado de temor, porque –en ocasiones para impedir herir su susceptibilidad- se evitaba pronunciar su nombre o llamarlos con prudente ambigüedad como “ellos”
En el mes de agosto eran frecuentes las tormentas eléctricas y las torrenciales lluvias; entonces, el labrador del norte del Municipio de Cuernavaca debía “convivir” con otras deidades: los ahuaque “señores del agua” llamados localmente “avaque”.
De acuerdo a las crónicas de los primeros clérigos que llegaron a Nueva España durante la conquista, se identifican los ahuaques con los tlaloques: auxiliares del dios Tláloc, encargados de transportar por el cielo enormes vasijas de barro con agua, las que al romperlas producían el estruendoso tronar y el rayo; luego, el valioso líquido se precipitaba sobre la tierra. A esos espíritus, también se les pedía cuidaran de la sementera, protegiéndola del ataque de animales roedores (ardillas, ratas, tejones...)
Antiguamente, los pueblos náhoas, en lo que hoy es el mes de diciembre, celebraban la fiesta ceremonial denominada Atemoztli (caída de las aguas), la cual tenía las siguientes características:
“Cuando (el cielo) comenzaba a tronar, los sátrapas (sacerdotes) de los tlaloques con gran diligencia ofrecían copal y otros perfumes a sus dioses... decían que entonces venían para dar agua... absteníanse los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres... (también) cortaban tiras de papel (amate) y atábanlas a unos varales desde abajo hasta arriba, e hincábanlos en los patios de sus casas...” (Sahagún Cap.XVI)
Asimismo, entonces ofrecían a los dioses calabazas y frijoles conocidos como ayocotli (ayocotes) que al final de las celebraciones eran comidos por los participantes a las mismas.
A principios del siglo XX, en el norte de la actual Cuernavaca, la costumbre anterior tuvo modificaciones: para halagar a los “pluviales ahuaques”, los campesinos encargaban a un curandero que colocara en medio del campo de cultivo una cruz alta adornada con flores. Junto a ella –antes de que el Sol alcanzase el cenit- se ponía una ofrenda consistente en juguetes, mole verde o rojo con pollo guisado sin sal, con panes, frutas rojas, utensilios de barro. No faltaba en la oblación, el licor, así como los cigarros o puros, dispuestos sobre un pliego de papel de china rojo extendido.
Si bien la cruz colocada en las milpas serranas tenía un simbolismo cristiano, también es posible que poseyese antiguas reminiscencias tlahuicas, porque, para esos pueblos prehispánicos, la cruz representaba -entre otros conceptos- el cruce de dos líneas formadas por el movimiento de dos elementos fundamentales para la agricultura: el diario trayecto del Oriente al Poniente del Sol y el curso que siguen los vientos del Norte al Sur.
En la víspera del veintiocho de septiembre (día de la fiesta de San Miguel) se recolectaba el pericón floreado, y con él se elaboraban pequeñas cruces, las cuales eran colocadas –para cubrir los cuatro rumbos del mundo- en las esquinas de la milpa y del panteón, así como en las puertas de las casas, con el propósito de impedir se introdujera “El espíritu malo o diablo” y al día siguiente, San Miguel Arcángel pudiera bendecir las primeras mazorcas tiernas de los maizales. A partir de entonces, la gente disfrutaba de “tamaladas y elotizas” realizadas con mazorcas de maíz tierno.
Cabe agregar que en la época precolombina, el surgimiento de los primeros elotes en las milpas, también era festejado por los “macehuales” de entonces. Ellos tomaban las mazorcas tiernas y las llevaban a unos altares ubicados en lo alto de los cerros. Allá, encendían una candela e incienso en honor de Xiuhtecuhtli, (dios del fuego) no sin antes ofrecerle el sacrificio de una gallina, tamales y una jícara de pulque. Después de ser rociados con mehtli (pulque) los elotes eran asados junto con la gallina. Al comer lo ofrendado a los dioses, los antiguos mexicanos festinaban los primeros frutos de la siembra.
Los pueblos de la antigüedad estaban conscientes que los vientos y la lluvia, así como la luz solar, eran parte de un proceso meteorológico cíclico de reintegración y renovación en el cual, el Sol (Tonatiuh) con sus ardientes rayos, hace que diminutas gotas del mar y de los lagos suban al cielo para que Ehécatl, dios del viento, con su soplo las empuje hasta que de nuevo se reintegren a las nubes que están sobre los cerros (donde reside Tlaloc) y allá, el agua esté presta para convertirse en lluvia que luego volverá a caer sobre la tierra, lagos y mares.
Además de en el norte de Cuernavaca, en otras regiones del Estado de Morelos realizaban ceremonias especiales al viento y a la lluvia. Una de ellas es el municipio de Jiutepec, en donde “los chaneques y las nubes”, en el mes de agosto (cuenta la tradición) vigilaban celosamente que los habitantes de la localidad (dirigidos por siete mayordomos) les ofrecieran sabrosos manjares, alegre música, vistosos bailes y sonoros “cuetones”, para que decidieran retirarse y también estuvieran dispuestos a reaparecer con productivas lluvias en el siguiente período agrícola.
El paso del tiempo y “la modernidad” han diluido entre las nuevas generaciones la importancia de las viejas tradiciones. La juventud de hoy (herederos de un rico pasado histórico) prefieren celebrar las festividades religiosas y agrícolas con bailes francachelas amenizados con estridente música de altísimos decibeles difundidas por espectaculares bocinas.
Pese a que actualmente domina la alta tecnología, la cibernética y la tan referida “globalización”, los habitantes de Cuernavaca y de otros lugares, se asombran con las impredecibles variaciones en el clima y en los calendarios pluviales, así como con la presencia de violentos vientos y tormentosas lluvias que arrasan bienes y acaban –inclusive- con vidas humanas. Los expertos en la materia achacan tales fenómenos a los llamados efecto del “Niño” y de la “Niña”... Pero... acaso ¿No será que los “Señores del Aire y de las Aguas” así muestran su inconformidad y enojo porque ya no se les colocan en los altos del “cerro” las cruces y las ofrendas de comida y de bebida que antiguamente se les proporcionaba con tanto respeto y consideración?
Fuentes:
Relatos de Fidencio Juárez Rosales, Pedro Rosales Aguilar y Domingo Díaz Balderas.
Historia General de las cosas de la Nueva España.- Fray Bernardino de Sahagún.
Histroria de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme. Fray Diego Durán.
Tamoanchán y Tlalocan.- Alfredo López Agustín.
Las fiestas del Agua. Publicación de la Dirección de Educación Recreación y patrimonio Cultural del H. Ayuntamiento de Jiutepec, Morelos.
En los últimos días de mayo o principios de junio, por las barrancas de la Sierra del Ajusco, bajaban a los poblados de Santa María, Chamilpa, Ocotepe y Ahuatepec vientos, que (según se creía) eran la forma en que se manifestaban los llamados “señores de los aires”: míticos personajes de caprichoso comportamiento, relacionados con Ehécatl, dios del viento, los cuales resultaban beneficiosos o perjudiciales, según las atenciones que les brindasen los labriegos.
Durante la temporada de siembra, debía tenerse dispuestos para esos “eólicos seres -en carácter de ofrendas- los mismos alimentos y bebidas que habrían de consumir los agricultores. Además, nadie se atrevía a comenzar a comer sin antes desearles “buen provecho” o a beber sin el previo “salud” que obligan las buenas costumbres. De no ser así, “tan especiales visitantes” podrían sentirse ofendidos y dedicarse a hacer travesuras y maldades.
Si los campesinos veían que los ramajes de los árboles se movían por efecto del viento, comentaban “teyeifantin”: “aquí van ellos”... Ante la presencia de violentos ventarrones, exclamaban con temor “na mila ixigame”: ¡Ya se lo llevaron...!, o bien “yaxiga goatl (coatl)”: ¡Es un viento culebra!
A “los aires” se les manifestaba un respeto impregnado de temor, porque –en ocasiones para impedir herir su susceptibilidad- se evitaba pronunciar su nombre o llamarlos con prudente ambigüedad como “ellos”
En el mes de agosto eran frecuentes las tormentas eléctricas y las torrenciales lluvias; entonces, el labrador del norte del Municipio de Cuernavaca debía “convivir” con otras deidades: los ahuaque “señores del agua” llamados localmente “avaque”.
De acuerdo a las crónicas de los primeros clérigos que llegaron a Nueva España durante la conquista, se identifican los ahuaques con los tlaloques: auxiliares del dios Tláloc, encargados de transportar por el cielo enormes vasijas de barro con agua, las que al romperlas producían el estruendoso tronar y el rayo; luego, el valioso líquido se precipitaba sobre la tierra. A esos espíritus, también se les pedía cuidaran de la sementera, protegiéndola del ataque de animales roedores (ardillas, ratas, tejones...)
Antiguamente, los pueblos náhoas, en lo que hoy es el mes de diciembre, celebraban la fiesta ceremonial denominada Atemoztli (caída de las aguas), la cual tenía las siguientes características:
“Cuando (el cielo) comenzaba a tronar, los sátrapas (sacerdotes) de los tlaloques con gran diligencia ofrecían copal y otros perfumes a sus dioses... decían que entonces venían para dar agua... absteníanse los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres... (también) cortaban tiras de papel (amate) y atábanlas a unos varales desde abajo hasta arriba, e hincábanlos en los patios de sus casas...” (Sahagún Cap.XVI)
Asimismo, entonces ofrecían a los dioses calabazas y frijoles conocidos como ayocotli (ayocotes) que al final de las celebraciones eran comidos por los participantes a las mismas.
A principios del siglo XX, en el norte de la actual Cuernavaca, la costumbre anterior tuvo modificaciones: para halagar a los “pluviales ahuaques”, los campesinos encargaban a un curandero que colocara en medio del campo de cultivo una cruz alta adornada con flores. Junto a ella –antes de que el Sol alcanzase el cenit- se ponía una ofrenda consistente en juguetes, mole verde o rojo con pollo guisado sin sal, con panes, frutas rojas, utensilios de barro. No faltaba en la oblación, el licor, así como los cigarros o puros, dispuestos sobre un pliego de papel de china rojo extendido.
Si bien la cruz colocada en las milpas serranas tenía un simbolismo cristiano, también es posible que poseyese antiguas reminiscencias tlahuicas, porque, para esos pueblos prehispánicos, la cruz representaba -entre otros conceptos- el cruce de dos líneas formadas por el movimiento de dos elementos fundamentales para la agricultura: el diario trayecto del Oriente al Poniente del Sol y el curso que siguen los vientos del Norte al Sur.
En la víspera del veintiocho de septiembre (día de la fiesta de San Miguel) se recolectaba el pericón floreado, y con él se elaboraban pequeñas cruces, las cuales eran colocadas –para cubrir los cuatro rumbos del mundo- en las esquinas de la milpa y del panteón, así como en las puertas de las casas, con el propósito de impedir se introdujera “El espíritu malo o diablo” y al día siguiente, San Miguel Arcángel pudiera bendecir las primeras mazorcas tiernas de los maizales. A partir de entonces, la gente disfrutaba de “tamaladas y elotizas” realizadas con mazorcas de maíz tierno.
Cabe agregar que en la época precolombina, el surgimiento de los primeros elotes en las milpas, también era festejado por los “macehuales” de entonces. Ellos tomaban las mazorcas tiernas y las llevaban a unos altares ubicados en lo alto de los cerros. Allá, encendían una candela e incienso en honor de Xiuhtecuhtli, (dios del fuego) no sin antes ofrecerle el sacrificio de una gallina, tamales y una jícara de pulque. Después de ser rociados con mehtli (pulque) los elotes eran asados junto con la gallina. Al comer lo ofrendado a los dioses, los antiguos mexicanos festinaban los primeros frutos de la siembra.
Los pueblos de la antigüedad estaban conscientes que los vientos y la lluvia, así como la luz solar, eran parte de un proceso meteorológico cíclico de reintegración y renovación en el cual, el Sol (Tonatiuh) con sus ardientes rayos, hace que diminutas gotas del mar y de los lagos suban al cielo para que Ehécatl, dios del viento, con su soplo las empuje hasta que de nuevo se reintegren a las nubes que están sobre los cerros (donde reside Tlaloc) y allá, el agua esté presta para convertirse en lluvia que luego volverá a caer sobre la tierra, lagos y mares.
Además de en el norte de Cuernavaca, en otras regiones del Estado de Morelos realizaban ceremonias especiales al viento y a la lluvia. Una de ellas es el municipio de Jiutepec, en donde “los chaneques y las nubes”, en el mes de agosto (cuenta la tradición) vigilaban celosamente que los habitantes de la localidad (dirigidos por siete mayordomos) les ofrecieran sabrosos manjares, alegre música, vistosos bailes y sonoros “cuetones”, para que decidieran retirarse y también estuvieran dispuestos a reaparecer con productivas lluvias en el siguiente período agrícola.
El paso del tiempo y “la modernidad” han diluido entre las nuevas generaciones la importancia de las viejas tradiciones. La juventud de hoy (herederos de un rico pasado histórico) prefieren celebrar las festividades religiosas y agrícolas con bailes francachelas amenizados con estridente música de altísimos decibeles difundidas por espectaculares bocinas.
Pese a que actualmente domina la alta tecnología, la cibernética y la tan referida “globalización”, los habitantes de Cuernavaca y de otros lugares, se asombran con las impredecibles variaciones en el clima y en los calendarios pluviales, así como con la presencia de violentos vientos y tormentosas lluvias que arrasan bienes y acaban –inclusive- con vidas humanas. Los expertos en la materia achacan tales fenómenos a los llamados efecto del “Niño” y de la “Niña”... Pero... acaso ¿No será que los “Señores del Aire y de las Aguas” así muestran su inconformidad y enojo porque ya no se les colocan en los altos del “cerro” las cruces y las ofrendas de comida y de bebida que antiguamente se les proporcionaba con tanto respeto y consideración?
Fuentes:
Relatos de Fidencio Juárez Rosales, Pedro Rosales Aguilar y Domingo Díaz Balderas.
Historia General de las cosas de la Nueva España.- Fray Bernardino de Sahagún.
Histroria de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme. Fray Diego Durán.
Tamoanchán y Tlalocan.- Alfredo López Agustín.
Las fiestas del Agua. Publicación de la Dirección de Educación Recreación y patrimonio Cultural del H. Ayuntamiento de Jiutepec, Morelos.
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