Cuento de Jesús Pérez Uruñuela
La canoa (tronco ahuecado de un árbol) se deslizaba con suavidad por el laberinto de canales costeros al Mar Caribe. Con tenacidad remaban la mujer indígena y su hijo de diez años, en tanto su pequeña niña -acurrucada sobre el vientre materno- dormía profundamente.
El ruido del suave y sincronizado bogar en el agua, era opacado por la algarabía de las aves, así como por los desaforados gritos y aullidos del chango saraguato, el cual -de esa manera- advertía su enojo a otros monos extraños que pretendían irrumpir su privado aislamiento con los machos, hembras y críos (a él subordinados) que saltaban de rama en rama en búsqueda de dulces frutos y de tiernas hojas de fácil digestión.
La mujer navegaba con sus hijos y al avanzar, cada vez agrandaba el espacio que habría de separarla de aquellos parajes tan impregnados de la presencia etérea de sus antiquísimos ascendientes, quienes en un ya difuso pasado, acechaban con anzuelos y abolsadas redes de mano los peces de aquellas tranquilas aguas. O bien fijaban redes en postes encallados en el fondo de la laguna, para que en el distraído volar de los patos y otras aves, quedasen atrapados en ellas.
Al trasladarse el rústico “cayuco”, dejaba tras de si, surcos acuáticos: efímeras huellas que de inmediato desaparecían. De igual forma, la abrumadora modernidad, al paso del implacable tiempo, borra en el intelecto humano las profundas holladuras históricas y culturales heredadas al mundo actual por los pueblos indígenas de la antigüedad.
También, quedaba tras la canoa, el recuerdo de una difícil supervivencia en un marco de belleza y prodigalidad casi mágica, que paulatinamente se alteraba por las descargas de desechos químicos en el área lacustre, procedentes de los complejos industriales cercanos.
No obstante, pese al constante e irracional efecto contaminador, el mar y la laguna persistían en coexistir en su permanente simbiosis biológica: el primero (con mareas) seguía aportando la sal y otras substancias requeridas por los manglares; mientras que la segunda -en generosa correspondencia- regresaba ricas materias orgánicas, de las cuales habrían de nutrirse los microorganismos, base de la cadena alimenticia de la vida marina.
Meses atrás, el indio jefe de familia, falleció y la mujer hubo de requerir al agua y a los manglares el sustento diario, cada vez más escaso: peces, aves y pequeños mamíferos
Un día, llegaron a su jacal, unas personas para informarle y exigirle abandonar la laguna y los manglares, porque ahí, “el gobierno e importantes grupos financieros del exterior realizarían un proyecto de obras que generarían múltiples empleos e ingresos para beneficio de los habitantes de la región, hasta entonces, marginados del desarrollo económico”.
De todo lo que escuchó aquella indígena, únicamente entendió que recibiría “mucho dinero” y que también les darían a ella y a su hijo varón un trabajo para que nunca más padecieran hambre.
Caía la tarde, cuando los tres “canoeros” llegaron a donde el agua alcanzaba tan bajo nivel que la rudimentaria embarcación encalló. La abandonaron y con los descalzos pies hundidos en el fango avanzaron hasta donde había elevadas palmeras que se mecían con el viento junto a numerosas dunas de arena, tras las cuales, se escuchaba el constante retumbo de las olas del inmenso mar.
Al traspasar los montículos arenosos, una parvada de pelícanos salieron de la zona de pantanos rumbo a las azules aguas coralinas, los que después de planear por las alturas se lanzaron en picada sobre cardúmenes de sardinas y anchovetas que en la superficie marina se aglutinaban y agitaban el agua como si hirviese. Luego, con las bolsas membranosas de sus picos cargadas de pescados, volaron de regreso para alimentar a sus polluelos que hambrientos los esperaban en los enramados nidos ocultos en los tupidos follajes de los manglares.
La madre, hijo e hija, contemplaron con asombro un cabo de escarpadas rocas, que se introducía en el mar hasta donde rompían las altas olas, las cuales, al chocar contra esa escollera natural, proyectaban por los aires abundantes chorros y cortinas de agua espumosa.
Con actitud indagadora, la mujer volteó en una dirección de la playa. Hacia allá, se extendía como un alargado tapete de diminutos tozos de piedra caliza y conchas y vio que en la distancia, su blanca continuidad era truncada por las turbias aguas descargadas en el mar por un caudaloso río.
No le complació lo observado, por lo que luego, con sus dos hijos, caminó por el lado opuesto de la costa hasta un sitio en donde había una serie de enormes máquinas y a un costado de ellas, varias carpas de lona, tiendas de campaña para las personas que operarían los armatostes de acero.
Al llegar al campamento, la indígena presentó un papel arrugado al primer hombre que tuvo enfrente. Este, señaló hacia donde se reunía un grupo de individuos alrededor de una mesa cubierta con planos y otros documentos y le dijo: -¡Ve allá...!
La india obedeció y en silencio esperó. Pasado un rato, el jefe de ingenieros, ordenó en voz baja a quien más cerca estaba de él: -¡Lleva a esa mujer con sus niños al pueblo; le das quinientos pesos y te deshaces de ellos como lo hemos hecho en otros casos...!
-¿No habíamos quedado de darle dos mil...? –interpeló el subalterno.
-Mira, para esos indios mugrosos, lo mismo es una cantidad que otra... –respondió el ingeniero jefe de las obras. Luego con actitud molesta le mandó: -¡Anda, anda, ya quítalos de mi vista que me distraen de lo mucho que tengo que hacer...!
Cuando el empleado se dirigía con los indígenas rumbo a la camioneta en la que irían al pueblo, la mujer expuso atropelladas preguntas:
-¡Oye tu...! ¿Cuándo trabajamos yo y mi chilpallate...? Donde vamos, ¿hay comida...? Hace dos días no tragamos... ¡Dame dinero...!
El mortificado acompañante expuso con amabilidad: -Ahorita que lleguemos al pueblo, les daré quinien... ¡mil pesos! y te explicaré cómo debes gastar y cuidar ese dinerito. También los llevaré a una “fondita” donde podrán comer... Tal vez ahí te den trabajo, mientras se terminan las obras...
Al salir la camioneta del campamento, pasó cerca de una lámina, la cual tenía escrito:
THE MANGLAR’S RESORT.
“FIDEICOMISO PARA EL DESARROLLO SOCIAL Y ECONÓMICO DE MÉXICO”
En tanto, el ingeniero, jefe de las obras, continuaba explicando a su personal la naturaleza del proyecto que habría de realizarse:
-Con la draga –decía- abriremos los arenales para ampliar la bocana del río y daremos mayor profundidad a la laguna para crear la zona de muelles y puerto de abrigo para los yates... Aquellas áreas de manglares las eliminaremos para ahí construir el hotel... El campo de golf, hoteles y casinos, estarán en...
La canoa (tronco ahuecado de un árbol) se deslizaba con suavidad por el laberinto de canales costeros al Mar Caribe. Con tenacidad remaban la mujer indígena y su hijo de diez años, en tanto su pequeña niña -acurrucada sobre el vientre materno- dormía profundamente.
El ruido del suave y sincronizado bogar en el agua, era opacado por la algarabía de las aves, así como por los desaforados gritos y aullidos del chango saraguato, el cual -de esa manera- advertía su enojo a otros monos extraños que pretendían irrumpir su privado aislamiento con los machos, hembras y críos (a él subordinados) que saltaban de rama en rama en búsqueda de dulces frutos y de tiernas hojas de fácil digestión.
La mujer navegaba con sus hijos y al avanzar, cada vez agrandaba el espacio que habría de separarla de aquellos parajes tan impregnados de la presencia etérea de sus antiquísimos ascendientes, quienes en un ya difuso pasado, acechaban con anzuelos y abolsadas redes de mano los peces de aquellas tranquilas aguas. O bien fijaban redes en postes encallados en el fondo de la laguna, para que en el distraído volar de los patos y otras aves, quedasen atrapados en ellas.
Al trasladarse el rústico “cayuco”, dejaba tras de si, surcos acuáticos: efímeras huellas que de inmediato desaparecían. De igual forma, la abrumadora modernidad, al paso del implacable tiempo, borra en el intelecto humano las profundas holladuras históricas y culturales heredadas al mundo actual por los pueblos indígenas de la antigüedad.
También, quedaba tras la canoa, el recuerdo de una difícil supervivencia en un marco de belleza y prodigalidad casi mágica, que paulatinamente se alteraba por las descargas de desechos químicos en el área lacustre, procedentes de los complejos industriales cercanos.
No obstante, pese al constante e irracional efecto contaminador, el mar y la laguna persistían en coexistir en su permanente simbiosis biológica: el primero (con mareas) seguía aportando la sal y otras substancias requeridas por los manglares; mientras que la segunda -en generosa correspondencia- regresaba ricas materias orgánicas, de las cuales habrían de nutrirse los microorganismos, base de la cadena alimenticia de la vida marina.
Meses atrás, el indio jefe de familia, falleció y la mujer hubo de requerir al agua y a los manglares el sustento diario, cada vez más escaso: peces, aves y pequeños mamíferos
Un día, llegaron a su jacal, unas personas para informarle y exigirle abandonar la laguna y los manglares, porque ahí, “el gobierno e importantes grupos financieros del exterior realizarían un proyecto de obras que generarían múltiples empleos e ingresos para beneficio de los habitantes de la región, hasta entonces, marginados del desarrollo económico”.
De todo lo que escuchó aquella indígena, únicamente entendió que recibiría “mucho dinero” y que también les darían a ella y a su hijo varón un trabajo para que nunca más padecieran hambre.
Caía la tarde, cuando los tres “canoeros” llegaron a donde el agua alcanzaba tan bajo nivel que la rudimentaria embarcación encalló. La abandonaron y con los descalzos pies hundidos en el fango avanzaron hasta donde había elevadas palmeras que se mecían con el viento junto a numerosas dunas de arena, tras las cuales, se escuchaba el constante retumbo de las olas del inmenso mar.
Al traspasar los montículos arenosos, una parvada de pelícanos salieron de la zona de pantanos rumbo a las azules aguas coralinas, los que después de planear por las alturas se lanzaron en picada sobre cardúmenes de sardinas y anchovetas que en la superficie marina se aglutinaban y agitaban el agua como si hirviese. Luego, con las bolsas membranosas de sus picos cargadas de pescados, volaron de regreso para alimentar a sus polluelos que hambrientos los esperaban en los enramados nidos ocultos en los tupidos follajes de los manglares.
La madre, hijo e hija, contemplaron con asombro un cabo de escarpadas rocas, que se introducía en el mar hasta donde rompían las altas olas, las cuales, al chocar contra esa escollera natural, proyectaban por los aires abundantes chorros y cortinas de agua espumosa.
Con actitud indagadora, la mujer volteó en una dirección de la playa. Hacia allá, se extendía como un alargado tapete de diminutos tozos de piedra caliza y conchas y vio que en la distancia, su blanca continuidad era truncada por las turbias aguas descargadas en el mar por un caudaloso río.
No le complació lo observado, por lo que luego, con sus dos hijos, caminó por el lado opuesto de la costa hasta un sitio en donde había una serie de enormes máquinas y a un costado de ellas, varias carpas de lona, tiendas de campaña para las personas que operarían los armatostes de acero.
Al llegar al campamento, la indígena presentó un papel arrugado al primer hombre que tuvo enfrente. Este, señaló hacia donde se reunía un grupo de individuos alrededor de una mesa cubierta con planos y otros documentos y le dijo: -¡Ve allá...!
La india obedeció y en silencio esperó. Pasado un rato, el jefe de ingenieros, ordenó en voz baja a quien más cerca estaba de él: -¡Lleva a esa mujer con sus niños al pueblo; le das quinientos pesos y te deshaces de ellos como lo hemos hecho en otros casos...!
-¿No habíamos quedado de darle dos mil...? –interpeló el subalterno.
-Mira, para esos indios mugrosos, lo mismo es una cantidad que otra... –respondió el ingeniero jefe de las obras. Luego con actitud molesta le mandó: -¡Anda, anda, ya quítalos de mi vista que me distraen de lo mucho que tengo que hacer...!
Cuando el empleado se dirigía con los indígenas rumbo a la camioneta en la que irían al pueblo, la mujer expuso atropelladas preguntas:
-¡Oye tu...! ¿Cuándo trabajamos yo y mi chilpallate...? Donde vamos, ¿hay comida...? Hace dos días no tragamos... ¡Dame dinero...!
El mortificado acompañante expuso con amabilidad: -Ahorita que lleguemos al pueblo, les daré quinien... ¡mil pesos! y te explicaré cómo debes gastar y cuidar ese dinerito. También los llevaré a una “fondita” donde podrán comer... Tal vez ahí te den trabajo, mientras se terminan las obras...
Al salir la camioneta del campamento, pasó cerca de una lámina, la cual tenía escrito:
THE MANGLAR’S RESORT.
“FIDEICOMISO PARA EL DESARROLLO SOCIAL Y ECONÓMICO DE MÉXICO”
En tanto, el ingeniero, jefe de las obras, continuaba explicando a su personal la naturaleza del proyecto que habría de realizarse:
-Con la draga –decía- abriremos los arenales para ampliar la bocana del río y daremos mayor profundidad a la laguna para crear la zona de muelles y puerto de abrigo para los yates... Aquellas áreas de manglares las eliminaremos para ahí construir el hotel... El campo de golf, hoteles y casinos, estarán en...
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